El titulo de este artículo, recortado, es el de otro, excelente, ya del año 2004, de Alain Dieckhoff y Christhophe Jaffrelot, publicado en Critique Internacional. Casi al término del mismo, se referencia la tesis de Jürgen Habermas, quien ve en la Unión Europea el primer ejemplo de una democracia más allá del Estado nacional, lo que no supondría la creación de un nacionalismo europeo, nacionalismo que considera imposible e indeseable. Habla Habermas de “las dos caras de la nación, primera forma moderna de identidad colectiva que se nutre aún de proyecciones de una comunidad de origen. La nación oscila entre el natural imaginario de un pueblo étnico y la construcción jurídica de una nación de ciudadanos” (Après l´État-nation: une nouvelle constellation politique. Paris Fayard, 2000)

De ahí que haya tenido tan poco éxito la Unión Europea, pues si bien, a trancas y barrancas, su realidad jurídica es ya una formación clara, deseada y paradigmática en el planeta, por el contrario la identidad nacional europea está en un nivel más que incipiente y, cuando se da, es un sentimiento secundario y siempre compartido con el sentimiento de identidad y pertenencia primario y fundamental: la ciudadanía que no tiene mayores problemas en reconocerse europeo, sin embargo, se dice, se siente y se implica en primer lugar, como vasco, español, catalán, francés etc. De ahí la distinción entre la ciudadanía europea (derecho, tributos, banca, movilidad, titulaciones académicas etc.) y la identidad (lengua, cultura, costumbres, educación, modelos familiares, hasta religión en algunos enclaves protestantes, etc.) que se satisfacen en una nación que, hasta la fecha, ha sido el estado nación. Estado nación que no ha tenido problemas en fusionarse, por ejemplo en la Unión Europea (como hay otros ejemplos en el planeta con sus singularidades propias) pero solamente en su dimensión ciudadana, habiendo fracasado estrepitosamente en su dimensión nacional (con la excepción, importante de EEUU, pero EEUU no quiere recordar la historia de sus aborígenes).

Si la construcción europea como tal nacionalidad europea es complicada con determinadas naciones estado (Francia, Alemania, Holanda, Dinamarca etc.) que no quieren perder su identidad nacional, no es difícil imaginar que la presencia de naciones sin Estado (Euskadi, Cataluña, Flandes, Córcega, Escocia ?) complejiza aún más el problema de la construcción europea, más allá de sus estructuras jurídicas. E, incluso, en sus estructuras jurídicas, en el concepto y asentimiento de la idea de la ciudadanía europea, a veces parece como que hubiera una huída hacia adelante creando organismos en Europa con gran poder sobre los ciudadanos, como la Comisión Europea y sus comisarios europeos, que no han sido elegidos por los ciudadanos. En cuyo caso, la dimensión jurídica de Europa puede limitarse, si no se cambia el rumbo, a ser poco más de que lo que fue en sus inicios: una zona económico-social, ahora, en una parte de la UE con la moneda común.

Es evidente a todas luces que, todavía, hay déficit democrático evidente en la gobernanza de la UE. Todavía. Pero aun salvando la dimensión jurídica de la UE, aun apostando firmemente por la ciudadanía europea, como es mi caso, veo mucho más lejana la nacionalidad europea. En efecto, la identificación cultural, simbólica, emocional, la realidad geográfica por la que los ciudadanos europeos estamos dispuestos a sacrificarnos, de la que nos sentimos más o menos orgullosos, en otras palabras, nuestro sentimiento de pertenencia, no es Europa. Seguirá siendo el sentimiento nacional. Basta ver, sin ir mas lejos, las olimpiadas, los campeonatos del mundo de fútbol, o cualquier competición deportiva internacional para comprobar cómo los medios de comunicación sitúan en primer y preferente lugar en sus informaciones lo que han hecho los deportistas de sus naciones respectivas. Y si lo hacen así es porque saben que la gran mayoría de los ciudadanos quieren saber qué han hecho sus deportistas. Las olimpiadas hace mucho que no son tales, sino competiciones internacionales. Si es que alguna vez han sido otra cosa.

De ahí la exigencia de una Euskal Selekzioa por parte de los nacionalistas vascos y su rechazo por los homólogos españoles, mas allá de querellas jurídico-históricas cuando se hacen comparaciones de la realidad entre Gran Bretaña (o, muy significativamente, Reino Unido), Inglaterra, Gales y Escocia por un lado y España, Euskadi y Catalunya por el otro. Aquí estamos en el terreno de las nacionalidades, no en el de los ciudadanos.

Si, al mismo tiempo, el Estado Español se opone al deseo de vascos y catalanes de expresarse cómo quieren que sea su relación con España, de hecho, la UE y España, están legitimando y afianzando la apuesta de quienes sostienen la necesidad de que Catalunya y Euskadi se constituyan en estados. Lo que ha llevado a muchos catalanes (casi la mayoría hoy y van a más) a decir que no les queda otra salida que la independencia y luchar por el estado catalán.

Lo que sucederá en Euskadi, cuando hayamos solventado el tema ETA y se clarifique qué opción de país defiende Sortu. Por decirlo en los términos en los que se expresa Luis Garicano en su libro El dilema de España (Planeta, 2014), saber si el modelo social de Sortu se acerca al de Venezuela (en cuyo caso la independencia no será más que una soflama) o al de Dinamarca. En este último (o similar) supuesto, Euskadi, si tiene algo propio que aportar, podrá aspirar a la independencia posible en un mundo interdependiente. Pero hay que ganárselo. No bastan las pancartas y las manifestaciones. Empezando por la demografía, con mucha gente, aquí, en América, o donde sea, con el orgullo de poder decir “I am basque”. Es lo que, en última instancia, explica la resiliencia de algunas naciones sin estado a no diluirse en el magma del “demos” universal.