estas semanas de atrás ha dado que hablar esa feliz idea según la cual los europarlamentarios deberán hacer públicas sus agendas y, más en concreto, sus reuniones con los representantes de grupos de interés organizados, empresariales o de otra naturaleza. También se ha hablado de los viajes de los parlamentarios españoles y la pretensión de algunos de que sean públicos. Y sin embargo, lo curioso de estos asuntos es que, diciendo querer combatirla, lo que las medidas que se proponen pueden acabar ocasionando es que haya más corrupción.
El caso de las agendas de los europarlamentarios es como la famosa -aunque oficialmente inexistente- caja B del Partido Popular. Cuando al PP se le acusaba de haber pagado en negro respondían sus responsables afirmando que en su partido, tal y como habían puesto de manifiesto las auditorías, no había cajas B ni se había pagado en negro. Pero claro, a efectos de contabilidad oficial, auditable, las cajas B no existen. Pues bien, con las euroagendas transparentes ocurrirá algo parecido. Habrá una agenda transparente y, aparte, algunos europarlamentarios tendrán reuniones “discretas”; o sea, una especie de “agenda B”, siguiendo con el símil y para que nos entendamos. Por cierto, me parece perfectamente lógico y normal que mis representantes tengan libertad para reunirse con quien les parezca oportuno sin que yo tenga por qué estar al tanto de ello. Lo más probable, además, es que prefiera no saberlo. Lo único que pido a los cargos electos es que legislen lo menos posible y que lo que legislen, sea bueno para el conjunto de la ciudadanía. Y me da igual con quién se reúnan o se dejen de reunir.
Con los viajes de los parlamentarios españoles pasa algo parecido. No veo por qué tenemos que saber de sus idas y sus venidas. No me vale el argumento de que es dinero público, porque supongo que si se les atribuye una cantidad con ese fin, será porque se considera necesario. Hay, de hecho, muchísimas cosas pagadas con dinero público de las que no se nos ofrece ninguna información. De lo que se trata, por lo tanto, no es de saber a dónde van ni con quién están, sino si lo que el Parlamento se gasta en esas cosas es razonable o no lo es. Quizás no lo sea, pero entonces es eso lo que habría que cambiar. Puede aplicarse aquí aquello de que “hecha la ley, hecha la trampa”, por lo que si tuvieran que declarar sus viajes, algunos se las arreglarían para viajar de extranjis aunque, eso sí, a costa del erario público y sospecho que con peores consecuencias.
A la hora de la verdad, lo que suele conseguirse con estas medidas es lo contrario de lo que se pretende, haciendo la gestión de la cosa pública más opaca aún. Es lo que ocurre con las normas. Pensamos que nos defienden de los sinvergüenzas, pero lo normal es que ocurra todo lo contrario: cuanto mayor es el laberinto normativo, más oscuros son los recovecos que encuentran los tramposos para esconderse. Si en vez de ir poniendo corsés a diestro y siniestro -delimitando con precisión milimétrica todo lo que se puede y lo que no se puede hacer- nos limitásemos a elegir de forma directa a nuestros representantes y les pudiésemos pedir cuentas de su trabajo, todo sería mucho más sencillo y, de verdad, más transparente. De esta otra forma tan napoleónica que tanto nos reconforta, lo más probable es que con cada nueva medida que se apruebe en pro de la transparencia, lo único que se consiga sean grados crecientes de opacidad.