La manta catalana ya no da de sí para cubrir tanto ácaro agradecido. Meses y años de medrar al calor de un discurso que esconde tras la llamada a las filas de la defensa nacional un buen montón de porquería. Pero el trapo ya ha hecho lo suyo. Ha servido para tapar la corrupción y el deterioro del estado social español, presupuesto tras presupuesto del Gobierno de Rajoy. Mientras la reivindicación nacional de la mayoría social catalana era señalada por un dedo acusador, los otros nueve perpetraban la subida de las tasas judiciales, la reforma laboral, la recentralización de la educación y hasta una ley del aborto que hicieron rodar hasta que les pasó por encima. Pero, incluso entonces, a Ruiz Gallardón sólo se le ocurrió hacer un último ridículo: justificar la retirada de su proyecto estrella en que hacía falta todo un Ministerio para elaborar el recurso contra la Ley de Consultas catalana que al Tribunal Constitucional le bastaron minutos para admitir a trámite.

Esta misma semana, el lienzo recibió un último estirón para tapar también las tarjetas negras de Caja Madrid. Un hervidero de personajes de toda condición política, referentes algunos de la marca España, que disparaban con pólvora del rey un gasto insultante concebido como quebranto para que sus mercedes sonrieran donde debían controlar por mandato popular. Pero la cruzada-excusa ante lo que llaman el desafío soberanista catalán, ya no da para tapar más mierda. Desde luego, no la del sindicalista millonario que se vino a sumar a la lista de dinamiteros de la confianza de la sociedad en la dignidad y responsabilidad públicas. Toda esta panoplia de personajes son agentes tóxicos parapetados detrás de las instituciones a las que debilitan precisamente cuando se alzan voces que toman las miserias de sus inquilinos como ariete con el que echar abajo el modelo de democracia representativa a golpe de tuit.

Y así llevábamos la semana, casi olvidados ya de aquello de Bárcenas y los cargos del PP favorecidos por los sobre-sueldos, cuando a la ministra que no distinguía en su garaje un utilitario de un Jaguar le explotó la crisis definitiva que, si hay leyes físicas en este universo, debería llevarse por delante a Ana Mato, a su presidente y a todo su desgobierno. El contagio por ébola de la auxiliar de enfermería Teresa Romero ha retratado las carencias en el sistema sanitario español que se intentaron camuflar con los pirulos centelleantes de una ambulancia plastificada con escolta de una docena de motoristas. Ahí salió el hospital especializado en enfermedades infecciosas que dejó de serlo para ahorrar; salieron los trajes de protección sin ventilación ni nivel adecuado de garantías para tratar con un virus letal; salió la falta de formación del personal, eventual por cierto, y saltaron los riesgos cero pregonados cuando se presentó el rescate de los misioneros como el ejemplo de la capacidad técnica y política del Gobierno. Mucho más barata que una acción concertada para combatir el ébola en origen.

Y ha salido el retrato del momento socioeconómico que ha cambiado la perspectiva de las prioridades vitales. Las que hacen que se crucen en la misma puerta el personal sanitario del hospital Carlos III dispuesto a jugarse su empleo por no entrar en la habitación que no visitó ayer Rajoy, con los contratados eventuales a los que el miedo o la prudencia les aprieta menos que la alternativa de otro mes sin ingresos. Como la propia Teresa, por cierto. Esa es la verdadera dimensión de la capacidad técnica y política española para que la corone la ausencia de sus principales responsables cuando toca dar explicaciones. Orillada la ministra, volverán a aparecer mañana en algún desfile, aplaudiendo al paso de la legión, porque cuando se tiene de uñas a todo el sector sanitario, educativo, judicial y a cinco millones de parados conviene hacerse ver acompañado de gente armada. Por si en Catalunya persiste el desafío.

Y si no apestaba suficientemente todo, se encumbra un nuevo personaje que accede por derecho propio a este Olimpo de la soberbia: el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Javier Rodríguez. Adalid de la indecencia, que esgrime como mejor activo su condición de biencriado y mejor pagado -“no tengo ningún apego al cargo; soy médico y tengo la vida resuelta” (sic)- Rodríguez es el referente mediático de esta tragedia porque la ministra que debería serlo se ha atrincherado en un búnker que guarda la incompetencia a distancia de los ojos de la opinión pública. Antes o después acabará despertando, ruidosamente espero, esa masa soberana que dormita ante la tele entre la sorpresa, el horror y el disfrute catártico o diréctamente malsano del reality en que lo han convertido todo ciertos medios. Se desenvuelven estos otros agentes patógenos con comodidad abrazados a la tentación de frivolizar con lo que ojalá no acabe siendo una agonía retransmitida en directo. Justo antes de volcarse en oleadas de adhesión y/o rechazo con motivo de la cuenta atrás de Isabel Pantoja. Y, mientras Lokarri se va casi de puntillas porque la discreción era la enseña de su ADN y Euskadi huele por fin más a paz que a pólvora, crece la venta de omeprazol porque no hay estómago que aguante esto mucho más.