en pleno siglo XXI, la monarquía, se llame como se llame el régimen que la sustente, es un anormalidad democrática. La abdicación del rey Juan Carlos ha abierto la Caja de Pandora. El Gobierno lo va a resolver por la vía rápida de una ley orgánica para la que ostenta mayoría absoluta. Pero le va ser difícil rehuir el debate que, por cierto, puede constitucionalmente plantear una Cámara autonómica, en torno a la reforma constitucional. La ensalzada -casi divinizada- pero realmente débil Transición española nos dejó como gran "perla" la configuración de un sistema creado ex novo, la monarquía parlamentaria. Un régimen con respaldo constitucional pero no democrático, que debe dejar paso, como señaló el profesor Joan Oliver, a la superioridad ética y política de la república.

La república era el orden constitucionalmente establecido antes del golpe militar franquista que desencadenó la Guerra Civil. La Constitución, tras afirmar que la "forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria" (artículo 1.3), precisó en su artículo 57.1 que "la Corona de España es hereditaria en los sucesores de S.M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica". Con este precepto se pretendió legitimar al monarca.

No hay que olvidar nunca -"todo atado y bien atado"- que Juan Carlos fue rey solo y exclusivamente por la expresa voluntad del general Franco, pues en él no concurrían ni la denominada legitimidad dinástica -ya que el legítimo heredero de Alfonso XIII era su tercer hijo varón, Juan de Borbón, por renuncia de sus dos hermanos mayores,- ni la legitimidad democrática -pues la monarquía nunca ha sido ratificada por el pueblo español a través de un referéndum, sino que fue restaurada por un general golpista tras una cruel guerra civil y una dictadura posterior de casi 40 años-.

Formalmente Juan Carlos obtuvo la legitimidad dinástica gracias a la renuncia de su padre -don Juan de Borbón- y, por otra, una cierta legitimidad democrática con la aprobación de la Constitución en diciembre de 1978. Hay una anécdota, real, no demasiado conocida: el rey consultó a Peces Barba sobre la oportunidad de lograr una legitimidad democrática mayor a través de un referéndum especifico por el cual se sometiera a los ciudadanos la cuestión, clave, del sistema constitucional -república o monarquía parlamentaria-. En el fondo se sentía desprovisto de fundamento democrático para acceder a su mandato como rey. La respuesta que le dio Peces Barba no tiene desperdicio. Vino a decirle que probablemente ese referéndum, caso de celebrarse, se ganaría, porque la gente votaría de forma inercial a favor de lo que se le propusiera, con tal de superar los oscuros tiempos del franquismo, pero que la materialización de tal consulta sentaría un peligroso precedente cara al futuro en el que cabría, años más tarde, reivindicar una nuevo referéndum para cuestionarse la propia continuidad de la monarquía.

Tras su aparente irrelevancia en el juego político del día a día -"reina pero no gobierna", en sus funciones simbólicas, moderadora y arbitral-, la figura del rey es, conforme a la Constitución, clave: ni más ni menos que Jefe del Estado y símbolo de su unidad y permanencia (artículo 56.1 CE). Y ser símbolo del Estado equivale a encarnar la unidad del poder estatal. Veo imposible que haya voluntad política para cambiar esto. Y la titularidad de la Corona implica consecuencias que afectan al estatus personal del rey, ostente quien ostente tal cargo, con dos características troncales: su irresponsabilidad y su inviolabilidad. Así hasta hoy. La pregunta pendiente es: ¿hasta cuándo?