con más pena que gloria hemos llegado al último tramo de la campaña electoral para el Parlamento Europeo. A estas alturas, y quizá desde la permanente precampaña que padecemos, puede decirse que la suerte está echada y todo es previsible, incluso la progresiva opción por la abstención que puede llegar a cotas preocupantes.
La primera tentación que acecha a los electores es no acudir a votar. Las encuestas han hecho patente una desafección generalizada entre la ciudadanía no solamente hacia una institución que sienten lejana, ajena e incógnita sino también hacia los políticos profesionales. Venimos de unos años estremecedores de menosprecio -cuando no desprecio- hacia los protagonistas de una política enredada en corrupciones, enriquecimientos ilícitos e ineficacia. No se trata de aversión a la política como actividad necesaria, sino de un hartazgo genérico hacia los mangantes, los corruptos, los ineptos que viven -y muy bien- de la política. La primera tentación es, por tanto, la de no votar. A nadie, porque ya no se cree en nadie.
Sin embargo, hay que reconocer que buena parte del censo procedemos de la dictadura, de la falta de libertades, y no es de extrañar que padezcamos de una especie de impulso votante, de atracción fatal de las urnas a las que acudimos no con la ilusión y la intensidad de los primeros años de la democracia sino a veces incluso con las narices tapadas. En realidad, en los que no nos abstenemos no pesa tanto la reflexión típica de que el no voto favorece al mayoritario -que además suele ser el adversario-, sino el ejercicio de un derecho democrático que nos negaron durante tantos años.
Y como en el Estado español estas votaciones son de circunscripción única, hay otra tentación que en este caso acecha a los dos grandes partidos y es consecuencia de que están asustados ante las constantes pruebas de que la ciudadanía pasa de ellos y a la aparición de formaciones emergentes que les suponen una amenaza y a los que en épocas menos apremiantes no concedían más importancia de ejercer de tocapelotas. Por eso han caído en la tentación de reducir estas elecciones a cosa de dos, PP y PSOE. Son conscientes de que la mayoría de la sociedad los percibe iguales. Por eso, los dos grandes partidos se deslizan hacia la tentación de unir sus fuerzas para cerrar el paso a los diferentes, si los hubiera.
No puede echarse en saco roto el proyecto diseñado por Felipe González en entrevista televisiva, en el sentido de que "sería conveniente" un gran acuerdo incluso de gobierno entre PP y PSOE "para afrontar los problemas importantes". Quien dice crisis económica dice, y con más tino, Cataluña o Euskadi como "problemas importantes". Acuerdo de Estado, por cierto, que ya es realidad precisamente en esos problemas importantes. Falta oficializar ese acuerdo, pero está claro que ya han caído en la tentación. Estremece la sinceridad del ministro García Margallo cuando confiesa a Rosa Díez: "Si ponéis en riesgo el bipartidismo, el PP y el PSOE nos aliaremos y os aplastaremos como se aplasta una nuez". Así de claro.
Como flagrante beneplácito a ese bipartidismo no hay más que asomarse a las páginas de los principales medios españoles de comunicación, en las que Miguel Arias Cañete y Elena Valenciano son protagonistas abrumadores en su condición de candidatos de PP y PSOE. La televisión pública ha caído en esa misma tentación bipartidista reduciendo el debate principal a un mano a mano que no tuvo nada que ver con la pluralidad demostrada en el debate protagonizado por los candidatos a presidir la Comisión Europea. Mientras el plató de la TVE quedaba vetado para todos los candidatos que no fueran los de PP y PSOE, el plató instalado en la eurocámara de Bruselas reunía a los cinco candidatos representantes de las cinco sensibilidades que aspiran a la presidencia. Ahí estaban, ante las cámaras de cuarenta cadenas televisivas, los candidatos de la derecha, de la socialdemocracia, de los demócratas-liberales, de los verdes y de la izquierda.
Los del mano a mano televisivo español cayeron en la tentación de reducir su discurso al reproche mutuo por la mala gestión pasada y presente. Fue un debate aldeano y alicorto, en el que Europa apenas si fue una leve referencia mientras tanto Cañete como Valenciano dedicaban su tiempo bajo estricto control a las miserias y agravios de la política local. Nada que ver con el debate en profundidad de los cinco candidatos a la presidencia, que ocuparon su tiempo a discutir con todo respeto sobre economía, innovación, desempleo, medio ambiente, asuntos sociales, política exterior e incluso posibles secesiones.
La diferencia es que en este país no es posible resistir a la tentación de convertir estas elecciones europeas en una especie de ensayo general sobre los siempre inminentes periodos electorales domésticos. Las municipales -y forales- y las próximas generales de 2015 es lo que verdaderamente les importa, y lo de Europa no es más que un experimento de tanteo.
Sin embargo, es tan importante lo que nos jugamos todos el 25 de mayo, es tanta la trascendencia de lo que vaya a decidirse desde las altas instancias europeas, que ceder a estas mezquinas tentaciones sería un inmenso error.