me cuentan que Carlos Urquijo, delegado del Gobierno español en Euskadi, se ha tomado como algo personal la petición de su cese que el PNV llevó al Congreso de los diputados esta misma semana. Resulta sorprendente que quien anda mirando con lupa qué hacen o dejan de hacer los demás se sienta perseguido.

Es verdad que la persona hace el cargo y que, al frente de esta extraña figura que supone la Delegación del Gobierno español, ha habido un poco de todo. En realidad, Urquijo es descendiente directo en lo político de otro estridente delegado ya fallecido, Enrique Villar. Fue él quien le propuso al PP de Aznar para ocupar la residencia de Los Olivos y ambos pensaron que Rajoy ganaría sin problemas las elecciones de marzo de 2004 y la situación se prolongaría. Pero no fue así y de ahí nació aquello de Carlos el breve. Ganó Zapatero y lo cesó.

Hoy recibiría otro apodo, Carlos II el justiciero, porque Urquijo encontró una segunda oportunidad para sacarse la espinita. Más bien se la peleó y ganó en el convulso ambiente que se vive en el PP vasco. Tanto que el propio Carlos Oyarzabal iba ya preparando la mudanza cuando el de Laudio fue nombrado en un acuerdo que sorprendió a casi todos y que buscaba un equilibrio entre los partidarios de la renovación de la derecha española en Euskadi y los que siguen anclados en el discurso de Mayor Oreja.

En realidad, Urquijo no ha hecho nada más que seguir los pasos de Villar, aquel que llamó "asesinos" a los miembros del PNV y de EA por pactar con Euskal Herritarrok o que ponía bajo sospecha de participar en actos de violencia callejera a los jóvenes que se llamaban Asier o Aitor. Sí, de aquel nivel intelectual viene este delegado. Lo mejor que se puede decir de él es que suple su falta de formación con una enorme capacidad de trabajo.

Es cierto, nadie puede negar que Urquijo es un político de meter horas. Tantas que en realidad trata de suplantar el trabajo de la Fiscalía porque, allá donde el Ministerio Público no advierte delitos, el delegado se pone las botas a denuncias que llegan a ninguna parte pero en las que ha invertido tiempo y, por supuesto, dinero que sale de nuestros impuestos. Su celo llega a detalles absurdos pero siempre encaminados en la misma dirección: vigilar y entorpecer el trabajo en las instituciones que su partido no gobierna.

Urquijo debe entender que no es nada personal, que de lo que se trata es de que desaparezca una figura anacrónica destinada más a resaltar la españolidad de una tierra donde la mayoría no se identifica con su idea del Estado, y en eso su compañero Leopoldo Barreda tiene razón cuando afirmó en el Congreso que "a los nacionalistas lo que no les gusta es el delegado del Gobierno, este y otro cualquiera". Ya ve Urquijo, hasta sus colegas lo dicen: no es nada personal.

Hablemos por lo tanto del cargo y de cómo lo ejerce. Insistamos, por ejemplo, en que cuando desde el Gobierno español se impulsa un debate sobre lo innecesario de algunos servicios que a su juicio están duplicados siempre miran hacia los lados, pero nunca lo hacen en sus propias estructuras. Pregunten, por ejemplo, a la ciudadanía vasca, qué gasto consideran más necesario, el de Euskalmet y sus acertadas predicciones que permiten reaccionar de forma precisa y local ante los temporales o la Delegación del Gobierno. Pero esto de preguntar a la ciudadanía y respetar su decisión no es el fuerte de Urquijo. Lo suyo es más de ordeno y mando.