El Parlament catalán planteó su iniciativa legislativa a través de cauces reglados. Que las Cortes no la tomen siquiera en consideración es, en primer lugar, un acto de deslealtad institucional. Es también expresión de un miedo a la deliberación política incomprensible en una mayoría centralista tan aplastante. Indicativo, sin duda, de las inseguridades que provocan en las élites estatales las discusiones sobre la inestable planta territorial del Estado. Pero, además, es la prueba más palpable de una clase política española cerrada en sí misma, cuya secuela inevitable es la desafección de la ciudadanía.
Aun así, el retrato parlamentario ha sido el esperado. Los representantes del parlamento catalán han incidido en argumentos que facilitaran una comprensión civilizada del mandato que traían. Han hablado de decidir y acordar, no de soberanía. En su intervención, sin embargo, el presidente Mariano Rajoy ha formulado el portazo'con retórica soberanista, argumentario leguleyo y sin concesiones a la bilateralidad. Incluso, cuando ha evocado la "concordia de Suárez" no ha querido significar un modelo, sino marcar un límite. Es el límite que distingue a un constitucionalismo blindado, inflexible y militante, opuesto asimismo a una reforma constitucional. Del socialista Rubalcaba, y de los representantes catalanes de su grupo parlamentario, cabía esperar que contrastaran la credibilidad de su propuesta federativa y de diálogo ("democrático, transparente, legal y participativo") con un desmarque respecto de la posición de voto del PP. Vana esperanza.