la España del tardofranquismo que retrató el cineasta Luis García Berlanga en sus episodios nacionales, no dista demasiado del fotomatón de la España actual, una fotografía que muestra los manejos y los intereses bastardos del poder, en el que la política y la banca se han abrazado con indisimulado descaro en las cajas, las entidades en las que los sillones se repartían en virtud de las representatividad y pactos de los partidos. Berlanga, inspirado en las cacerías en las que participaba Franco, estableció en La escopeta nacional un relato ácido, irónico, de tintes surrealistas, pero absolutamente fidedigno de aquella España en blanco y negro, donde el dinero y la política se relacionaba entre cartuchos y escopetas. Negocios entre tiros. Un clásico. A Miguel Blesa (Linares, Jaén, 8 de agosto de 1947) también le agrada el estruendo del disparo. Le entusiasma el olor a pólvora. Le encanta abatir osos en Rumanía, búfalos en Argentina, leones en Tanzania. Siempre le gustó apretar el gatillo. Posar en la foto con los trofeos. Pegarse la gran vida. Sonreír. Codearse con las altas esferas.
En 1996 no había ático más elevado en España que el que ocupaba José María Aznar, presidente del Gobierno, e íntimo de Miguel Blesa. Su profunda amistad se tejió durante sus años de pupitre en la Academia CEU de Madrid, donde ambos se prepararon para la oposición a inspectores de Hacienda en los años 70. Conquistadas las plazas, el vínculo entre los dos se fortaleció aún más y compartieron destino en Logroño junto a sus respectivas mujeres. Vivían en el mismo edificio, en el que se repartieron por sorteo los pisos que ocuparían después las dos familias. Aznar aleteó después con celeridad hacia la política, donde se desplegó con éxito hasta acceder a la cima, al Palacio de la Moncloa. Mientras tanto, Blesa, encargado de hacer las declaraciones de Hacienda de Aznar -se le recuerda yendo en moto por Madrid con los papeles- se instaló cómodamente en la Fundación FAES, la fundación del PP, el banco de pruebas de su laboratorio de ideas. La brillante ocurrencia de Aznar fue colocar a su querido camarada Blesa al frente de Caja Madrid. Entre 1996 y 2010, el amiguísimo se sintió el rey del mundo. Blesa vivió rodeado de lujos. Un nuevo rico con su juguete. Cuando la entidad fue absorbida por Bankia, dejó una deuda de 22.424 millones y la ruina para numerosos preferentistas. Un agujero que taparon los bolsillos de los contribuyentes para evitar la quiebra de la entidad.
Blesa pasó 18 días en prisión el año pasado tras la investigación iniciada por el juez Elpidio Silva, que imputó al banquero por la concesión de un presunto crédito irregular al expresidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán, (actualmente en la cárcel) de 24 millones, y por la compra supuestamente temeraria de un banco en Florida en 2008 por 1.117 millones. Por esta última gestión declaró el pasado viernes ante el juez Juan Antonio Toro, que sustituye a Elpidio Silva, magistrado que se enfrenta a un presunto delito de prevaricación porque envió a prisión a Blesa.
nefasta gestión El movimiento de Aznar en 1996 era parte del rito, de la liturgia y la tradición de las cajas. Aunque acorazado por el PP, Blesa necesitó del apoyo de Izquierda Unida y del líder CC.OO. en la entidad financiera, María Jesús Paredes, para acceder al bastón de mando. La de Blesa es la historia de la injerencia de la política en la gestión de cajas. No importaba ni su currículo ni sus conocimientos. Era el candidato ideal porque así lo quería el presidente español y su partido. Su amistad pesaba más que el perfil del mejor de los gestores. Miguel Blesa no tardó en imprimir su sello de tiburón en Caja Madrid. Personaje expansivo, napoleónico por su desmedida ambición, se obsesionó con agigantar la marca de Caja Madrid desde su despacho en una de las torres inclinadas de la Plaza Castilla. Lo suyo era la caza mayor como hacía en sus aventuras cinegéticas, empuñando un rifle de 10.000 euros, obsequio de una empresa de la fue consejero. En las finanzas, Miguel Blesa apostó por doble o nada.
Pisó el acelerador desde el inicio. A fondo. Como hacía con su Ferrari, la debilidad de uno de sus sobrinos, que le llamaba tío Micky según los correos electrónicos incautados a Blesa, desvergonzado y arrogante no solo en los negocios. Gastó cantidades obscenas en caviar, en retratarse para la posteridad, en toda clase de lujos. En plena zozobra, en 2012, durante su comparecencia en el Congreso por la emisión masiva de participaciones preferentes por valor de 3.000 millones durante su mandato cuando la crisis ya apretaba el gaznate de todos, Blesa dijo que el BMW blindado de 500.000 euros que le trasladaba a su despacho le "resultaba incómodo" y aseguró que "no admito haber causado daños con las preferentes". El viernes los preferentistas le esperaban en la puerta del juzgado al grito de ladrón y chorizo.
Las palabras desafiantes de Miguel Blesa se alimentaron en la España de la burbuja inmobiliaria, en la que el dinero inundaba los mercados y las cuentas presidente de la caja, que se compró una mansión en Miami por valor de 10 millones de dólares. Solo entre 2007 y 2010, el tío Micky cobró 12,44 millones de euros de la caja, que estaba agujereando a ráfagas con su política por crecer de cualquier manera. La hoja de ruta de Caja Madrid y la estrategia de su presidente pasaba por la obsesiva apertura de oficinas, por la idea de duplicar su balance contable a toda costa. Cuanto más rápido mejor. Hipervitaminada por las compras en Bolsa, las adquisiciones de un paquete de acciones de Telefónica y otro de Endesa, supusieron un beneficio para la caja de 600 y 2.400 millones, respectivamente. Sin embargo, ese dinero apenas servía de maquillaje para los problemas del negocio financiero, que mostraba la calavera de un difunto. Mientras tanto, Blesa se inyectaba bótox para rejuvencer su aspecto y conquistar a su mujer, 26 años más joven que él. Un episodio de La escopeta nacional.