Silencio
La manifestación de ayer tiene una lectura fácil y otra más complicada. La fácil, por terminar rápido: ¡Basta Ya!, que dirían Savater y sus amigos. No se puede aguantar eternamente una legislación excepcional que pasa por encima de la gente. No de la gente de la izquierda abertzale, que ya saben qué significa eso, sino de la gente en general: de ellos, de nosotros y del más allá. Incluido Savater y los que alimentaron el monstruo. Porque monstruosos fueron los asesinatos de ETA y su terror, pero nada les debo y todo les exijo. Es decir, que desaparezcan de mi vida. El Estado no puede instituirse como un elemento amenazador de la ciudadanía: le pago y le exijo. Soy Estado, porque lo sustento cada día con mis impuestos y no soy ETA. Tengo derechos que quiero ejercer sin vivir en permanente estado de excepción, que es una contradicción en sus propios términos. No me parece complicado de entender lo que estamos reclamando.
Pero lo sucedido ayer en las calles de Bilbao va más allá de esa evidencia. Con permiso, hago un inciso casi histórico, tirando a nostálgico. Hace muchos años, debe ser que han pasado más de treinta, en la Plaza de la Cruz de Iruñea frente a lo que ahora en un Instituto descubrí un grupo tirando a hippy que convocaba todos los jueves a las cinco y media de la tarde una cadena silenciosa por la paz. Ellos iban mucho antes, tocaban guitarras, cantaban sus cosas y llegada la hora de pedir paz se callaban. Entonces nos sumábamos en una extraña mezcla humana de personas muy diferentes. Eran artesanos por la paz. Nunca dejé de preguntarme la razón por la cual el silencio unía a más gente que sus cantos. Lo escribe quien come de hablar y disfruta cantando.
El silencio es más molesto que los gritos para el que se cree poderoso porque tiene la fuerza. Le molestaba a ETA y a sus altavoces, muchísimo; le sacaba de los nervios a los guardias civiles en las bañeras de Intxaurrondo; los secuestrados cuentan de secuestradores desquiciados porque el rehén se negaba a hablar; las comisarías y los cubículos que los salvapatrias llamaban cárceles del pueblo estaban insonorizadas... buscaban que el ruido no se escuchara fuera. Pero el silencio les desarmaba. Tanto temen los dictadores al silencio que lo primero que hacen es callar a quien guarda silencio: Yoyes, por ejemplo.
Crecer en el silencio
La sociedad vasca ha ganado la paz con el silencio. Con el imperceptible sonido de una papeleta en una urna, con el no aplaudir al matón de turno que repasaba con la mirada quién le jaleaba en los plenos del ayuntamiento estalinista, y aún más triste... con los entierros donde dar sepultura era un acto clandestino. Y silencioso, claro. En esos silencios espesos hemos ido creciendo.
Euskadi, cantarina en lo folclórico, tiene como arma secreta el silencio. Es nuestro recurso; un poco cobarde, vale, pero eficaz. Lo demostró otra vez ayer, cuando el agua llega al cuello; de tanto ilegalizar, prohibir, asesinar, volver a ilegalizar, volver a asesinar, dictar autos como churros, fallos que efectivamente fallan, sentencias a golpe de las tablas del Antiguo Testamento, ordenos y mandos absurdos, leyes castradoras... al final queda el silencio.
Me gustaría ver en la convocatoria de ayer algo histórico, un silencio que marque un diálogo futuro, pero no me voy a dejar llevar: no termino de ver que esa marea humana se vuelva a reunir salvo que sea estrictamente necesario para lanzar avisos solemnes ante el atropello de derechos fundamentales.
Nosotros, tan silenciosos ante la arbitrariedad, necesitamos diálogo. Quiero escuchar algo más que la firme promesa de que no habrá más muertos por pensar distinto. Les diré que nunca defendí la violencia, reconoceré que fui indiferente hacia injusticias que les hicieron daño, pero si nos toca construir juntos, no puedo tener de vecino al cómplice de tanto dolor y arbitrariedad acumulados durante décadas. Nos deben una explicación; en Euskadi y en España. Cuando dejemos atrás el silencio, habremos empezado a levantar el edificio común.
Euskadi hoy
XABIER LAPITZ