quizás aún no se haya percatado, estimado lector, pero si analiza la cuestión con cierto detenimiento, comprobará que eso a lo que llamamos instituciones y entes públicos son verdaderos seres vivos. Lo que hacen y la forma en que se relacionan con la gente no obedece a los designios de nadie en particular. Es el propio ser -el organismo- el que piensa y el que actúa. Los que creen ser sus empleados no son sino herramientas al servicio de la entidad, sea ésta cual sea. En el mejor de los casos entienden su funcionamiento pero no lo controlan, porque se han autonomizado de la voluntad de sus integrantes y, por supuesto, de sus hipotéticos responsables; también ellos son herramientas a su servicio. Unos y otros ignoran la realidad; creen ser ellos quienes toman las decisiones.
El propósito de estos organismos, como ocurre con todos los demás, es perdurar. Tienden de forma natural a crecer, a multiplicarse, bien por sí mismos, bien por proliferación de entes dependientes o subsidiarios del original. Y como ocurre con el resto de seres vivos, se resisten a desaparecer. El mayor riesgo que afrontan es el de quedarse sin recursos, no llegar a conseguir todos los que necesitan, pero eso solo es un problema muy de ciento en viento. Solo un eventual colapso social acabaría con ellos, y eso, muy a duras penas. Porque esas entidades -ellas, por su cuenta, o bajo la égida de un ente superior- cuentan con mecanismos para perdurar e, incluso, crecer, por el expeditivo método de apropiarse de las rentas de la gente. A tal efecto, algunas han alcanzado altísimos grados de sofisticación: cuando es evidente que ya no son necesarias, mutan levemente y pasan a desempeñar otra función; unas cambian de nombre, otras ni eso. En ocasiones, cuando no hay otro remedio, algunas optan por el mal menor: desaparecen, pero solo en apariencia; no es una verdadera extinción, sino que son fagocitados por otro organismo más grande, y permanecen con vida en las entrañas de aquél.
Usted, como yo hasta hace poco tiempo, así como la gran mayoría de las personas piensa que esas entidades son necesarias. No es así; ocurre que se las arreglan para convencernos de que lo son, de que solucionan nuestros problemas, de que nuestra felicidad depende de ellas. Ahí, querido amigo, radica su éxito. Por eso les cedemos parcelas crecientes de nuestra industria y de nuestra vida. Es un camino de sentido único, cual si de otra flecha del tiempo se tratase. No tiene retorno; avanza siempre. En la historia a veces hay grandes cataclismos, revoluciones. Por un periodo pueden incluso desaparecer algunos de esos seres, pero pronto son sustituidos por otros semejantes. A veces los nuevos son aún más voraces que los anteriores. Ocupan esferas más amplias de las vidas de las gentes. Detraen más recursos de su entorno. No parece haber vuelta atrás.
En el pasado, querido lector, era la naturaleza la que cerraba los grupos humanos. La mera subsistencia necesitaba de todos los recursos. Cada día era igual al anterior y al siguiente. La vida de la mayoría apenas admitía variaciones. Pero conforme el conocimiento fue permitiendo a la humanidad generar entornos cada vez más impredecibles, crear sociedades más abiertas, la gente fue ganando libertad. Pero la emergencia, proliferación y crecimiento de organismos con funcionamiento autónomo y vida propia, y su propensión a invadir espacios crecientes de nuestras vidas ha cambiado la cosas. Estamos a su servicio, trabajamos para ellos y si no reaccionamos a tiempo acabaremos siendo sus esclavos, felices quizás, pero esclavos al fin y al cabo.