e sta semana ha cumplido su primer año el ejecutivo que preside Iñigo Urkullu. Hace un año estábamos sumidos en un agujero, y quienes entonces tomaban posesión de sus cargos se disponían a hacer frente a un 2013 difícil, con una rebaja significativa de los recursos económicos y con la esperanza de poder sacar adelante un presupuesto para 2013. En segundo plano quedaban las cuestiones relativas a la paz y la convivencia, y en un tercero la revisión del estatus de autogobierno.

Enseguida pudo comprobar el PNV que la oposición no estaba para darle alegrías. La izquierda patriótica se ve a sí misma como la alternativa de gobierno a medio plazo, así que importaba -y sigue importando- más marcar diferencias que otra cosa. El PSE, recién salido del gobierno y con una lista de agravios pendientes, tampoco estaba para facilitarle la tarea. Y el PP, sin el imposible concurso de UPyD, era irrelevante a efectos de aprobar algo en Vitoria. En una tesitura de ingresos decrecientes, tener o no tener presupuestos nuevos era de importancia menor, porque con los anteriores se podía funcionar sin mayor problema; al fin y al cabo, las decisiones más importantes a tomar eran las de las partidas a eliminar o de las que recortar. Pero el problema era de naturaleza política. El Gobierno proyectaba una imagen de soledad, y cuando no se dispone de mayoría absoluta, la soledad es sinónimo de incapacidad.

La reacción del Gobierno consistió en destacar lo perjudicial que resultaba para la ciudadanía que los partidos políticos fuesen incapaces de llegar a acuerdos en un momento tan difícil. Además, el PNV se mostró dispuesto a aceptar propuestas de la oposición, sobre todo en lo relativo a la fiscalidad, por haber sido ese el caballo que había escogido el PSE para la batalla. Al fin y al cabo, era su gobierno el que iba a poder contar con ingresos adicionales, y eso es algo a lo que quienes gobiernan, sean del signo que sean, han mostrado estar casi siempre bien dispuestos.

El remate han sido los acuerdos suscritos en Vizcaya, Álava y Guipúzcoa. Son importantes para el PNV porque, por un lado, le ratifican en una posición central en la política vasca (¡ay, la valiosa y antaño anhelada centralidad!) y porque, por el otro, neutraliza los discursos de los extremos. A la izquierda patriótica no le va a resultar ahora tan sencillo aquello de que "el PNV pacta con los que niegan Euskal Herria", porque con Bildu también pacta y porque ellos lo habían hecho antes en Guipúzcoa con el PSE. Y, mutatis mutandi, algo similar puede decirse sobre el otro lado del espectro.

Para terminar, la situación actual del PNV merece una última reflexión. La imagen de desencuentros internos de hace bien pocos años ha quedado atrás; y nadie habla ahora de las dos almas o del famoso péndulo. También han quedado atrás los años de la oposición. A menudo encuentro motivo de crítica en la política del día a día y en las declaraciones de políticos y responsables gubernamentales, y es que, como es natural, no suelen decir ni hacer lo que a mí más me gustaría. Pero si echamos la vista atrás, debo reconocer que el PNV ha hecho un recorrido que ni sus propios líderes habrían imaginado hace unos años que les iba a salir tan bien: acaba 2014 con presupuestos aprobados, con mejores perspectivas económicas que hace un año, y con la casa en orden. Algo de suerte habrá habido, por supuesto, pero no todo ha sido cuestión de suerte. El "partido guía" ha vuelto.