EL tifón filipino, el accidente del Prestige y las víctimas en las aulas tienen algo en común: la culpa. Necesitamos atribuir las desgracias a uno, varios o muchos culpables. Es, quizás, el modo en que la impronta moral judeocristiana gestiona la propensión humana a responsabilizar de todo lo que ocurre a causantes conscientes e intencionados, la misma propensión, por cierto, que está en la base del pensamiento mágico.

A primera vista puede parecer que, tras la catástrofe que ha sacudido Filipinas, no cabe hablar de culpables. Pero no es así. De una forma más o menos explícita, esa tragedia ha tenido culpables a ojos de la gente. Muchas informaciones, opiniones y decisiones informativas -como la de entrevistar, a ese respecto, a "expertos" en cambio climático- han partido del supuesto de que un tifón tan violento ha debido tener su origen en el calentamiento global y que sin ese calentamiento no se hubiera producido. No hay prueba ninguna de ello, por supuesto, pero eso realmente da igual. ¿A quién importa que haya o no pruebas? Al fin y al cabo, como los seres humanos -en conjunto pero, sobre todo, los occidentales- somos los responsables del cambio climático, nuestra es la culpa de sus supuestos efectos catastróficos. Y eso por no aludir a lo que nos toca por el hecho de que Filipinas siga todavía en el pelotón de cola del desarrollo: porque también somos culpables de ser más ricos.

El discurso que justifica la medida de llevar a las aulas el testimonio de las víctimas del terrorismo se basa en sus supuestos efectos benéficos para nuestros escolares. Se afirma querer conseguir que incorporen a su bagaje moral el rechazo al terrorismo y el respeto a los derechos humanos. Se trataría así de que los testimonios de las víctimas funcionasen cual antígenos que, como ocurre con las vacunas, provoquen la formación de los anticuerpos que, llegado el caso, eviten el contagio de la infección terrorista. Dudo que tales efectos se produzcan, porque los valores se transmiten, sobre todo, en la familia y en la cuadrilla y, en menor proporción, en otros ámbitos. Por eso, tengo la convicción de que la razón de ser de esa medida es que los vascos hemos llegado a sentirnos culpables de que el terrorismo haya durado tantos años. Nos hemos debido de acabar creyendo aquello que decía Aznar de que la vasca es una sociedad enferma. Y ahora los responsables políticos actúan en consecuencia: envían a las víctimas a las aulas para que expiemos la culpa, eso sí, en las mentes y conciencias de nuestros hijos.

La sentencia del juicio a los acusados por el accidente del Prestige ha causado malestar y escándalo. La Audiencia coruñesa, al no haber hallado pruebas que sirvieran para dictar sentencias condenatorias, no ha sido capaz de identificar culpables. El barco, por incomprensible y escandaloso que resulte, tenía los papeles en regla y estaba autorizado a llevar la carga de hidrocarburos que transportaba; por ello no era fácil que las decisiones tomadas tras la apertura de la vía de agua pudieran dar lugar a un veredicto de culpabilidad. Es lo que tiene la jurisdicción penal; no se lo pone fácil a quien acusa. Pero esto no ha gustado a casi nadie, porque al final nos hemos quedado sin culpables.

Lo curioso de esta afición a asignar culpas es que conjugamos con verdadera soltura las segundas y terceras personas, sean del singular o del plural, pero reservamos para el plural la conjugación de la primera. Y es que uno, a título individual, casi nunca es culpable de nada. Y así da gusto.

@Un_tal_Perez

Culpables

Un tal Pérez

JUan Ignacio Pérez