TODO ha cambiado. O nada, según mire uno los acontecimientos de esta semana o las reacciones que han suscitado. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo está siendo actor clave de un conflicto violento enquistado y cuyos protagonistas centrales -ETA y el Estado español- no han estado nunca a la altura de las circunstancias. La sentencia definitiva sobre la doctrina Parot debería ser promotora de un cambio; una oportunidad de practicar la pedagogía social que se ha eludido durante décadas justificándose en la persistencia de violencia de ETA pero con efectos sobre la propia calidad de las convicciones democráticas de la sociedad.

La oportunidad que surge el pasado lunes es similar a la que el mismo tribunal generó el 30 de junio de 2009, cuando validó la ilegalización de Batasuna. Con independencia de otras consideraciones, lo cierto es que catapultó un proceso de recomposición en la izquierda abertzale. Fue la necesaria catarsis que convenció, a los que aún lo dudaran, de que no había futuro político a la sombra de ETA ni a su estela táctica ni a través de sus prioridades y liderazgo. El nacimiento de Sortu, de Bildu incluso, es hijo de aquella sentencia, una ducha fría de realismo.

Hoy, el Tribunal de Estrasburgo apadrina otra oportunidad al recordar los límites de la legalidad y el compromiso que la democracia tiene con la legitimidad de sus normas mediante el contraste de las mismas con los derechos humanos. Sí, también con los de quienes los violaron en el pasado. Un mensaje que nadie se atreve a sostener ante las víctimas de ETA, a las que se les ha cincelado durante años una doctrina acorazada, dura como ariete y empleada como tal, argumento de control político y rédito electoral que gestionó el PP en exclusiva y hoy le disputa UPyD, en términos también electorales.

Se alimentaron la visceralidad y una forma de entender la dignidad de las víctimas que hoy nadie sabe parar. Mejor sumarse a la estampida a costa de pisotear lo que hace de un cuerpo legislativo un Estado de Derecho que arriesgarse a ser arrollado por la carrera. Por cobardía o convicción, partidos de presencia institucional y responsabilidad o vocación de gobierno se suman mañana a una manifestación que pide el derecho de sangre, la compensación al daño causado sin el límite del modelo democrático de garantías, el Talión sin separación de poderes.

Donde había una oportunidad de practicar la pedagogía que refuerza los principios, el Gobierno español se puso de perfil, con gesto grave por un rédito mezquino. La rueda de prensa de Ruiz Gallardón y Fernández Díaz fue un ejercicio vergonzante de lavado de manos en el que se eludió toda responsabilidad previa y posterior a la sentencia de Estrasburgo y se trasladó la presión a los actuales magistrados de la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo y el Constitucional. Aquí hay que entender el papel de un sector de la Judicatura, alineado ideológicamente con los intereses de la derecha y que tienen en exponente y referente a Francisco José Hernando, presidente del Tribunal Supremo cuando se impulsó la doctrina ilegítima en 2006 y después ponente de varias sentencias que la ratificaron en el Tribunal Constitucional en 2012 sin entrar nunca en la base de constitucionalidad, sólo en el procedimiento de ejecución, de una doctrina que ha sido condenada por violentar la irretroactividad de las normas, penales o penitenciarias.

El cambio de criterio jurídico no empieza con las decisiones sobre Del Río y Píriz. La Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional ya lo anticipó en diversos autos que se desmarcaban de la doctrina Parot a partir de la primera sentencia condenatoria del Tribunal de Derechos Humanos, en julio de 2012. No es igual aplicar en primera persona un criterio acuñado por el Supremo que uno condenado por violar los Derechos Humanos.

Y sí, son los asesinos de los años de plomo -los años 8- los que ahora se beneficiarán de la sentencia de Estrasburgo. Los que no nos han dado a la sociedad vasca más satisfacción que su silencio, cuando no su reproche, durante décadas en prisión, la gran mayoría de ellos sin atisbo público de arrepentimiento. Pero el fanatismo -y el asesinato político lo e- no cancela los derechos de las personas y aquí les asiste el que ellos no reconocieron a otros, alimentados quizá por la misma ira que hoy suscitan en los demás. Hasier Arraiz motivaba en esta realidad la ausencia de actos públicos de recibimiento de presos. Se mostró consciente de que la decisión de excarcelarlos resultaba hiriente para las víctimas. También eso es pedagogía aunque le quedan muchas clases por dar y recibir. El día en que ETA lo entienda también y deje de reivindicar su trayectoria, igualmente hiriente, también habremos avanzado.