DURANTE la segunda legislatura de José María Aznar como presidente del Gobierno español, es decir, cuando la mayoría absoluta le permitió liberarse de los pactos y ejercer su verdadera vocación de caudillo, realizó una pública declaración de guerra no ya contra ETA, sino contra todo aquello que se atreviera a discrepar de su política antiterrorista. Su enemigo a batir no era ETA sino el nacionalismo vasco en general y el PNV en particular. En esa declaración que anunciaba la ofensiva, lanzaba una advertencia a partidos políticos, medios de comunicación y sobre todo a algunos jueces que todavía se resistían. A todos ellos les lanzó Aznar una apocalíptica maldición en el supuesto de que no se plegaran a colaborar en su cruzada antinacionalista.

Ya conocemos cómo terminó la historia. Aznar abandonó la presidencia en 2004 y todos sus fantasmas seguían más vivos que nunca. Pero la guerra contra todo lo que se movía fue continuada por todos esos peones movilizados por él. Cierres de periódicos, ilegalizaciones de partidos y listas electorales, intentos de criminalización del lehendakari y la Mesa del Parlamento Vasco, detenciones masivas en virtud de la teoría del todo es ETA, alguno de cuyos juicios estamos viviendo ahora mismo. Todavía hay quienes viven en la inadaptación total a los nuevos tiempos. Unos nuevos tiempos provocados porque la sociedad vasca impuso a ETA el cese de la violencia. Esos inadaptados, siguen añorando aquella época y se empeñan en recordarnos que esa guerra tendente a lograr un eterno empate no ha acabado. Las detenciones de los miembros de Herrira son buena muestra de ello.

Algunos de esos inadaptados monotemáticos han asomado por Euskadi esta semana, encabezados por el antiguo caudillo, ahora autopresentado en forma de mesías, arremetiendo no contra ETA, sino contra sus verdaderas bestias negras, los nacionalismos vasco y catalán en la presentación de un libro de testimonios de víctimas del terrorismo. Ese patético mesías al que nadie espera y al que nadie confía su salvación, vuelve a hacerse notar con su típico lenguaje belicoso: los ladridos agudos de perro faldero y lamedor de las Azores, aquel que haciendo suya la mentira de su dueño no dudó en sembrar Irak de cadáveres de civiles inocentes y que se excita con la idea de ver las mismas escenas en Barcelona o Gernika con tal de que sus tesis imperiales salgan triunfantes.

También en esta estrategia de guerra hay lugar para el esperpento. La espectacular operación que, tras meses de exhaustivos análisis de ADN y huellas dactilares, controles de posicionamiento de móviles y pinchazos telefónicos, ha culminado con la detención de seis peligrosos activistas que cometieron el horrendo crimen de colocar una enorme ikurriña delante del objetivo de las cámaras de televisión que retransmitían el txupinazo de San Fermín, mostrando a todo el mundo una realidad que intentaban esconder a base de años de palos e incautaciones en todos los accesos a la Plaza del Ayuntamiento. Desórdenes públicos es la acusación que pende sobre ellos.

El cajón de sastre donde cabe la venganza contra el que osa salirse del tiesto cuando no existe ningún fundamento penal. El mismo que aquel alcalde franquista de Barakaldo aplicaba a las mujeres que salían a la calle sin medias o con medias de nylon, que las cargaba el diablo. Y por detrás, la misma pretensión que llevó al banquillo a Ibarretxe, Atutxa, Knörr, Bilbao, Otegi, Martxelo? lo que los especialistas definen como el Derecho Penal del sus vais a enterar.