HA transcurrido ya una semana desde que fuera pillado con el carné del Partido Popular en la boca el presidente del Tribunal Constitucional. Precisamente, el cargo institucional que más inequívocamente tendría que emanar imparcialidad. Para mayor recochineo, nos hemos enterado de ello gracias a los papeles de Bárcenas. Claro está que, en la bananera España, la adscripción ideológica siempre ha sido un mérito de primer orden a la hora de ser designado magistrado en tan excelso tribunal. Así que, si eso se ha asumido con tanta normalidad, el ínclito se estará preguntando a santo de qué la gente se escandaliza ahora por su carné político, y se carcajea cuando alguien le susurra la palabra dimisión. La semana pasada lo advertía en esta misma columna: si no dimitía, se confirmaría el carácter bananero de España. Ahí sigue en su puesto tan campante, y quienes creíamos que le iba a quedar una gotita de decencia volvemos a darnos de bruces con la realidad hispana. Mientras tanto, el partido al que sirve le devuelve los favores evitando que comparezca en sede parlamentaria a dar explicaciones.
Esta misma semana ha sido el rector de la Universidad de Deusto, José María Guibert, quien ha usado el mismo término para definir la imagen de España en el exterior, razonándolo fundamentalmente en la falta de ética y calidad democrática de la vida política española. En la época de Felipe González, la corrupción llegó a salpicar algo tan sagrado en España como los huérfanos de la Guardia Civil o el propio BOE. Con Rajoy, además de su propio partido, la familia real, el sistema financiero, la cúpula empresarial, el presidente del Constitucional? ¡Es que hasta la profesionalidad de notarios y registradores de la propiedad han puesto en entredicho!
Por si las palabras del rector no estuviesen suficientemente fundadas, el mismísimo presidente el Gobierno viene a darle la razón al anunciar, acongojado por la opinión pública internacional, su próxima comparecencia en el Congreso. Cuidado, no vayan a pensar que he incurrido en una contradicción. ¿Desde cuándo el hecho de que el presidente de un Ejecutivo comparezca voluntariamente ante un Parlamento puede relacionarse con la falta de ética y/o con la calidad democrática? Pues tiene que ver con algo más que con que se convoque el 1 de agosto, en la creencia de que la repercusión será mucho menor al estar la opinión pública tumbada al sol. Tiene que ver sobre todo con la forma en que Rajoy ha planteado esa comparecencia. Que nadie piense que lo hace para dar explicaciones sobre la corrupta trama de financiación de su partido. Mucho menos para asumir la más mínima responsabilidad política como máximo dirigente del mismo. Que nadie piense escuchar un cínico "lo siento, me he equivocado, no se volverá a repetir". La propia fórmula escogida por Rajoy para comparecer y evitar un monográfico sobre esa trama va a favorecer que se diluya en ese totum revolutum con la situación económica. ¿Qué cabe esperar de Rajoy el día 1? Que pase de refilón por el escándalo de corrupción más grande de la historia de la democracia. Que personalice únicamente en Bárcenas las conductas delictivas. Que contraataque haciendo referencia a escándalos de otros partidos, que finalice la comparecencia con la cerrada ovación de los diputados populares, y que vuelva a meter la cabeza en el agujero y cruce los dedos para que a la vuelta en septiembre haya otras cosas que nos preocupen. En definitiva, nos va a tomar el pelo. Nos toma por tontos. Tontos de vacaciones.