Paisaje después de la batalla

EN el debate acerca de la resolución de la Comisión Europea sobre las deducciones fiscales de la pasada década al sector naval, se han deslizado inexactitudes, errores y falsedades. Se ha querido presionar así al comisario Almunia, para que tomase la decisión deseada o, lo que es peor, para aparentar que se ejercía tal presión. Las falsedades, más o menos intencionadas, no han sido, las más de las veces, planas, sino que han consistido en la omisión de elementos esenciales del contexto. Pero una mentira no deja de serlo porque la digan muchos, ni porque se diga muchas veces, tampoco porque la avale la línea informativa de unos medios, ni tan siquiera porque sea lo que la gente quiere oír.

En este asunto, el principal problema surge porque España no informó a Bruselas de las ayudas, incumpliendo así el Tratado de la Unión de manera flagrante. Por eso no cabe esgrimir aquí el precedente francés, porque Francia sí había informado de unas ayudas similares, que fueron, de hecho, declaradas ilegales parcialmente. Y por lo tanto, no procedía pedir igualdad de trato, porque no se ha tratado de forma diferente al sector naval español, -o, si se quiere, al vasco-, que al francés o a cualquier otro. Cuando las circunstancias de partida son diferentes, como es el caso, no cabe hablar de trato diferenciado.

Parece, sí, que la Comisión Europea ha actuado de forma lenta y confusa. Además, el error no lo cometieron astilleros ni inversores, porque se atuvieron a la legalidad española. Pero lo cierto es que se beneficiaron de ese error, y eran conscientes del riesgo que asumían. Por eso se introdujeron cláusulas en los contratos que comprometían a los astilleros a hacerse cargo de los importes de las ayudas en caso de que hubiera que devolverlas. Los implicados sabían, pues, que había gato encerrado, pero confiaron en que, llegado el momento, la presión política quizás resolvería el desaguisado. Pocos episodios de la escena pública recuerdan tan nítidamente la picaresca literaria española de los siglos XVI y XVII, pero a una escala muy superior. A estas alturas deberíamos ser conscientes de que en Europa la picaresca provoca desconfianza y rechazo, y acaba saliendo cara.

Mención especial merecen las descalificaciones dirigidas al comisario Almunia, y las apelaciones a su condición de bilbaíno, vasco, español o socialista. Mínimo sentido institucional tiene quien pretende que, por el hecho de proceder de un determinado ámbito geográfico, administrativo, o ideológico, las actuaciones de un responsable público han de obedecer a los intereses de ese ámbito. El considerar que el ejercicio de responsabilidades institucionales ha de estar al servicio de los específicos intereses de un sector, territorio, país o grupo social, por razones tan accidentales como la procedencia de quien ejerce la responsabilidad, es propio de una muy roma concepción del servicio público y las instituciones, de una visión de campanario.

En todo este asunto ha habido demagogia, populismo, mínimo sentido institucional, y nula vocación europeísta. En el debate público caben las interpretaciones alternativas de los hechos políticos, por supuesto, pero no debieran caber las falsedades, ni tampoco el relativismo, -tan socorrido en estos casos-, que implicaría el dar por buena la picaresca, solo porque interesa. Se maleduca así a la ciudadanía; se socava el prestigio de los agentes implicados, tanto ante la gente como ante los socios de la Unión; en definitiva, se deslegitima el mismo ejercicio de la política. Éste es, -me temo-, el triste paisaje que deja esta batalla.

Un tal Pérez

JUan Ignacio Pérez