QUIZÁ haya llegado el momento de preguntarnos en qué nos hemos equivocado. El niño se ha hecho grande y la ha emprendido con los tabiques, convencido de que le corresponde establecer los límites y las formas de la casa que compartimos. El niño -la Comisión Europea en general y Joaquín Almunia en particular- ha presentado el acta de ejecución del sector naval vasco y español como si el martillo con el que tira abajo tabiques arrastrara al comisario y no al revés.
Es el síntoma de un tiempo en el que se imponen automatismos y los protagonistas de las decisiones parecen haber sido liberados de toda reflexión porque el engranaje les lleva automática y cómodamente a todas ellas. Nada se cuestiona en el nivel de los técnicos de la Comisión porque el catón es tan claro como ciego, sordo y mudo. Sobre ellos, un colegio de comisarios de naturaleza política decide desapasionadamente, con la misma convicción tecno-burócrata con la que antes defendían su pedigrí socialdemócrata, liberal, democristiano o mediopensionista del aparato. Aunque diverjan en un pasado marcado por la ideología política su presente es la convicción compartida de que el mercado es el bálsamo de Fierabrás que todo lo cura y debe ser preservado por encima de la propia sostenibilidad de la economía, no digamos de la de las personas.
Almunia es el síntoma, quizá la víctima, de esa abducción que le ha borrado del rasgo su carácter de socialista y quizá hasta de bilbaino. Bruselas es hoy un microcosmos en el que pululan y medran los lobistas en los niveles intermedios de la eurocracia. Por encima, los comisarios no se manchan de ese barro ni de la sangre que acompaña a sus decisiones. Impolutos en la convicción, han situado a ésta por encima de la obligación de hallar una perspectiva sobre la realidad de las cosas.
El modelo ha venido fracasando con asiduidad pero nadie ha hecho nada por cambiarlo. El mismo que hoy permite que el lobby holandés gane la batalla naval a costa de 87.000 bajas en el Estado español es el que permitía ayer una Política Agraria Común que subvencionaba el lino para que luego ardiera en los campos españoles. En Italia, en Grecia, en Alemania, se tientan la ropa porque su propio sistema de financiación de la construcción naval puede ser el próximo. Hasta el tax lease holandés puede acabar laminado a continuación.
La consecuencia de todo este modelo de denuncia, investigación y liquidación de medidas de fomento de la actividad económica en Europa será un día la castración general: una Europa incapaz de reproducir riqueza porque sus limitaciones serán tales que todo se producirá allí donde el dumping económico y las ayudas de estado no tienen lobistas ni cancerberos que las persigan: Asia.
Lo clavó ayer mismo el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz. Corea y Japón nos baten en el mercado naval "porque tienen los sueldos más bajos, porque carecen de protección social, porque no tienen derecho a la huelga. Si nosotros queremos ese sistema... mal vamos". Y abogó por exigir que a nuestro mercado de 500 millones de europeos se acceda cumpliendo las normas de protección sociolaboral, medioambiental, etc, que están en el bagaje histórico de la Europa social. Todo eso también se traduce en precio y competitividad de costes.
Viene al pelo la reflexión de Schulz en una semana en la que se va a dejar morir a una mayoría de convenios colectivos en Euskadi. La tentación de reducir el proceso histórico de diálogo socioeconómico a una simple vuelta de la tortilla de la ultraactividad es suicida. No cabe en la relación entre empresarios y trabajadores el mismo papel de los euroburócratas: no son sujetos pasivos del engranaje sino agentes protagonistas de su diseño y ejecución. Las patronales vascas no deberían aspirar a la competitividad coreana por la única vía del abaratamiento de costes ni los sindicatos aferrarse a un escenario como el que ponderaba un responsable sindical esta semana como objetivo a preservar: jornada más baja y salario más alto que en el entorno.
El horizonte de sostenibilidad económica en Euskadi no es ese, como han demostrado muchas pequeñas empresas, cooperativas y sociedades laborales de este país pactando el mantenimiento del empleo en términos de flexibilidad de jornada y salario. Y tampoco está en travestir las condiciones laborales de un plumazo hacia la precariedad porque el modelo de crecimiento vasco ha sido de innovación y excelencia y no de producción barata sin derechos sociales. Los síntomas son muy claros pero ya es imperioso que alguien -además del lehendakari y su intento in extremis de preservar el diálogo, maltratado por la organización empresarial- caiga en la cuenta de que el enfermo somos nosotros mismos antes de que entremos en fase terminal.