el 18 de diciembre de 2000 la Ertzaintza desactivaba un artefacto compuesto por tres kilos de dinamita en un paquete colocado en un ascensor de la Facultad de Periodismo de la Universidad del País Vasco, en Leioa. El hecho de que durante media hora el ascensor hubiera sido utilizado por alumnos y profesores hasta que infundiera sospechas a un escolta de la profesora Edurne Uriarte, hace suponer que se trataría de un explosivo activado con mando a distancia y que fuera precisamente ella el objetivo teniendo en cuenta que anteriormente, y entre otros profesores de la UPV, había sido amenazada por ETA.
Solo quien haya tenido constancia de que su nombre apareciera en aquellas macabras listas como objetivo prioritario de ETA es capaz de comprender la inquietud, la angustia y el pánico que invadió a tantos ciudadanos y ciudadanas en aquellos años de plomo. Por ese fúnebre inventario habían pasado ya empresarios, profesionales, traficantes, camellos y supuestos confidentes. Intentaron protegerse y algunos huyeron, otros se enclaustraron y otros, también, cayeron asesinados. Pero la amenaza a la universidad se interpretó como un salto cualitativo del terrorismo, una macabra torpeza más.
Así lo entendieron los 42 docentes que suscribieron en febrero de 2002 el documento "La verdadera situación en la Universidad vasca", en el que denunciaban su exilio forzoso "debido a la persecución, las agresiones y los atentados", que les llevaron a abandonar la Universidad vasca "y buscar refugio en otras donde sea posible vivir y trabajar sin perder la dignidad, la libertad o la vida".
Así lo entendió también el entonces rector de la UPV, Manu Montero, que emplazaba al Gobierno vasco a "dar pasos para facilitar a los profesores expulsados el regreso con todas las garantías profesionales, académicas y de seguridad". Eran tiempos de reacción radical y de ira contra ETA, aún reciente el cadáver de Miguel Ángel Blanco, por lo que el justo emplazamiento de Montero añadía la inevitable contraposición de ese acoso a los profesores con la situación académica "de privilegio de los terroristas encarcelados" .
Fue entonces cuando fue asentándose en un sector del profesorado de la UPN una especie de lobby académico que iría más allá de la condena a ETA, sin reparar en medios económicos cuyo origen sería interesante investigar. Unos por libre y otros a la sombra del "¡Basta Ya!", algunos de aquellos profesores del exilio tiraron por elevación y emprendieron una cruzada implacable contra el nacionalismo vasco en toda su extensión, una feroz presión mediática que empujaba a los grandes partidos a aprobar leyes represivas, a formalizar pactos vejatorios, a cerrar toda puerta de diálogo.
Mientras tanto, algunos de esos profesores exiliados de la UPV desfilaban por tertulias y tribunas de opinión de los grandes medios vomitando visceralidad contra lo que consideraban afín al nacionalismo vasco, ya fueran las instituciones, o las ikastolas, o las cooperativas. A esa ofensiva académica de injurias se unieron con entusiasmo algunos periodistas supuestamente amenazados, que hicieron fuera de Euskadi la carrera exitosa y excelentemente remunerada que jamás hubieran logrado en su tierra.
Con el tiempo, una vez que ha escampado, uno de los más eximios gurús de ese lobby, Fernando Savater, reconocía que "luchar contra ETA" le ha divertido mucho. Los principios eran lo de menos, mira por dónde. El caso fue entretenerse, vivir bien, asegurarse un lugar de privilegio, peregrinar durante una década de plató en plató, de tertulia en tertulia, engrosando la cuenta corriente hasta quedar a salvo de las crisis que pudieran venir.
Del catálogo de profesores huidos hay que dejar claro que algunos han seguido cobrando su nómina durante todos estos años a cargo de la Universidad del País Vasco, independientemente de que nunca pisasen sus aulas ni mucho menos ejercieran en ella sus cátedras. Y ello a pesar de que en ningún caso les faltase trabajo remunerado en otras cátedras o como arietes del antiterrorismo y paladines de las víctimas. Por supuesto, los profesores que les sustituyeron cobran también sus haberes duplicándose así el coste a cargo del erario público.
Precisamente por temor a que se interpretase como ofensa a las víctimas, esa situación irregular ha sido tolerada curso tras curso durante dos décadas. Hace dos semanas, por fin, la UPV ha puesto en marcha los mecanismos para que los profesores exiliados puedan regresar y ejercer con seguridad la docencia en sus cátedras. De momento, no han recogido el guante, no han aceptado la llamada porque aunque ETA no actúe, "el caldo de cultivo está allí", alegan.
Como procede, es preciso dejar claro el desprecio y la condena que merece quien les amenazó, el respeto hacia las medidas precautorias que adoptaron y el reconocimiento a su condición de víctimas. Pero la sociedad vasca tiene derecho a saber que aunque no ejercen en Euskadi, siguen cobrando sus nóminas. Sus suplentes, que son los que trabajan las cátedras, sí que merecen lo que se les paga.