conocido es que cada Estado tiene plena libertad soberana para decidir (e imponer) a sus súbditos la condición de nacionales del mismo. El sistema español de nacionalidad no permite la apatridia, es decir, no admite, sino que expresamente prohíbe y veta, la posibilidad de que una persona renuncie a la nacionalidad española y pase a convertirse en apátrida, es decir, en ciudadano sin nacionalidad, sin adscripción obligatoria a la condición de miembro nacional de una comunidad política estatal como la española. La Ley española impone la condición de nacional español y no admite la renuncia a tal condición de español si ese rechazo o renuncia a ser considerado como español conduce a quedarse sin nacionalidad oficial, es decir, sin la nacionalidad de alguno de los casi 200 Estados reconocidos internacionalmente por la ONU.
Podré dejar de ser español si paso a convertirme en nacional de otro Estado que me admita como miembro de su comunidad política, pero no podré abandonar mi obligada nacionalidad española si eso supone abandonar mi condición política para sumirme en el limbo jurídico de la apatridia. Ser ciudadano sin patria ni Estado al que adscribirse parece ser algo inadmisible, un estatus negativo o estigmatizable, cuando en realidad, y tal y como está el mundo, debiera ser un valor a ensalzar, al menos en un plano ideológico.
Desde el punto de vista jurídico, la nacionalidad es el vínculo que liga a una persona con un Estado concreto, es decir, con una comunidad nacional organizada y reconocida internacionalmente como Estado. Se trata de un vínculo político, que expresa la relación entre el Estado y los individuos que le componen, y de un vínculo jurídico, que entraña deberes y derechos. El nacional queda sometido a la competencia personal del Estado y eso comporta efectos en el orden interno y en el orden internacional. No es, por tanto, una mera cuestión identitaria o de empatía vital con la pertenencia a un Estado, porque en el orden interno el individuo queda bajo el amparo de una determinada organización política que le impondrá el ejercicio de sus derechos y libertades fundamentales, así como la sumisión a su ordenamiento jurídico, a sus leyes.
El sistema español es una caja de sorpresas en esta materia. Distingue, por un lado (como si fuera un valor que despertase ardor guerrero en sus destinatarios) entre los españoles de verdad, es decir, los españoles de origen y los nacionalizados (aquellos extranjeros que pasan a convertirse en españoles por cambio de su nacionalidad). La regulación legal fija un peculiar sistema de adquisición de la nacionalidad española para extranjeros por residencia, fijando un régimen general de diez años de residencia legal y continuada, plazo que se abrevia a dos años para los de Estados iberoamericanos, Andorra, Filipinas, Guinea Ecuatorial o Portugal o de sefardíes: es decir, ex colonias del viejo imperio en el que el sol nunca se ponía. Es una muestra de nostalgia legal tan casposa como injustificable en la actualidad.
Pero más llamativo resulta el hecho de que se mantenga en vigor una prebenda tan discrecional y a veces arbitraria comparable con el vigente sistema de indultos, porque en materia de nacionalidad se permite que el Consejo de Ministros decida conceder la nacionalidad española mediante "carta de naturaleza" a cualquier extranjero por razón de su especial vinculación con la "nación española". Algunos ejemplos llamativos permiten ilustrarnos sobre su uso, que muchas veces roza el esperpento: se concedió, por ejemplo, al cantante portorriqueño Ricky Martin para que pudiera casarse en matrimonio homosexual en España. ¿Qué vínculo especial mantenía este cantante con la "nación española", salvo la amistad con un alto dirigente socialista de la era Zapatero? Se concedió también al escritor peruano Mario Vargas Llosa. ¿Los motivos? además de la carga de discurso ideológico que aportó en la era Aznar, nunca parece venir mal para la autoestima española contar con otro Nobel de Literatura. Se concedió también al esquiador de fondo alemán Muller, al que todavía sin saber pronunciar una palabra de español se le concedió de un día para otro la nacionalidad española, bajo el apodo de Juanito Muller, para poder rememorar los éxitos pasados de los Fernández Ochoa. Una condena por dopaje acabó con la jugada de lograr que el deporte blanco hispano volviera a la élite por vía de esta chapuza legal. No merece más comentarios.
Tras numerosas reformas del llamado Derecho de la nacionalidad, el sistema español prepara ahora una nueva ley que modificará las condiciones en las que los extranjeros residentes legales obtendrán y perderán la nacionalidad mediante resolución del Ministerio de Justicia. Y, entre lo proyectado, se prevé que el solicitante se someta a un examen oficial -cuyos requisitos se establecerán reglamentariamente- que permita acreditar un grado suficiente de conocimiento del castellano y de integración en la sociedad española. El resto de lenguas oficiales, sean catalán, gallego o euskera, no valen, por supuesto, para acreditar tal integración. Sin comentarios nuevamente.
Y la futura norma legal mantendrá el resto de la llamativa y anacrónica regulación antes comentada. Este vetusto Derecho español de nacionalidad es, además de una imposición legal, un ejemplo de desatino legal, un fósil jurídico que requiere una verdadera modernización y la articulación de un verdadero derecho de opción que democratice su sentido dentro de un mundo globalizado.