Jennifer y John

hay similares números de chicos y chicas estudiando carreras de ciencias. Antes quizás no era así, porque había más chicos, pero con el tiempo la presencia de unos y de otras se ha equilibrado. Si avanzamos en la carrera académica las cosas cambian. En el conjunto de Europa solo el 36% de los que se doctoraron en 2006 fueron mujeres, aunque ya en 2009 se había llegado al 45%. Y en los Estados Unidos también ha subido ese porcentaje: del 40% en 2000 al 48% en 2009. Sin embargo, conforme subimos en la escala científica profesional, los porcentajes de mujeres descienden mucho. En la Unión Europea el 38% de los científicos son mujeres, pero solo el 19% en los niveles más altos del escalafón. En el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, las mujeres son un tercio de los investigadores, pero solo una sexta parte ocupa puestos del máximo nivel. Y en las universidades españolas las cifras son similares.

Parte de esa brecha obedece a la inercia del pasado: como antes se licenciaban y doctoraban más hombres, también eran más los que se dedicaban a la investigación. Además, es evidente que en general, las mujeres encuentran más obstáculos porque suelen asumir más obligaciones familiares, como las relacionadas con la crianza y cuidado de hijos, la atención a personas mayores, y a veces también asumen más carga de trabajo doméstico. Por eso, hay muchas científicas que, cuando deciden tener hijos, renuncian a competir con sus colegas hombres por obtener puestos más altos en el escalafón, pues la carrera científica es muy competitiva y exige una dedicación que consideran difícilmente compatible con las obligaciones familiares. Frente a esa realidad las instituciones, -pero no solo las instituciones-, han mostrado una ausencia de respuesta difícil de entender. Debieran aplicarse medidas para compensar el hándicap. No sería tan costoso ponerlas en práctica; de hecho, quizás es más costoso no ponerlas.

Pero en realidad, el factor que, en mi opinión, más limita el acceso de las mujeres a los niveles altos de la carrera científica y académica no es ninguno de los citados. El principal obstáculo es el sesgo antifemenino que opera en los procesos selectivos de promoción. En una investigación cuyos resultados se publicaron a finales del pasado año, se enviaron los currículos de dos personas, un hombre y una mujer, a más de un centenar de profesores de departamentos de ciencias en seis universidades norteamericanas (el currículo del hombre se le envió a la mitad de los profesores y el de la mujer a la otra mitad); y se les preguntó qué salario asignarían al candidato en caso de que lo contratasen, así como si estaban dispuestos a aceptarlo bajo su dirección. Los resultados fueron muy claros: los encuestados mostraron mayor disposición a contratar al hombre que a la mujer y estaban dispuestos a pagarle al año un 10% más a él que a ella. Pero resulta que ni John ni Jennifer -ésos eran los nombres que les habían dado- eran personas reales. Es más, el currículo enviado era el mismo en todos los casos. El sesgo antifemenino era evidente y, por cierto, hombres y mujeres lo experimentaron por igual: las mujeres no evaluaron de forma más equilibrada que los hombres; lo hicieron igual.

Este es un problema que las sociedades modernas deben tratar de resolver. Hombres y mujeres deben tener las mismas oportunidades reales en todos los campos profesionales, también en el de la ciencia. La sociedad, en su conjunto, pierde mucho talento por culpa del techo de cristal para ellas. Y en lo que a mí concierne, no tolero la idea de que mi hija tenga en su vida profesional menos oportunidades que mi hijo por el simple hecho de haber nacido mujer, como tampoco toleraría la contraria.