El nuevo ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, fue definido tras su nombramiento como una persona dialogante, moderada, fiel a Rajoy, a quien se presumía un plus de prudencia tanto por su veteranía como por la importante responsabilidad que en él se había depositado, la de conducir a buen puerto la última etapa del largo camino hacia el fin del terrorismo. Nacido en Valladolid, pero criado en Cataluña y educado políticamente allí, se le presentaba como un hombre conocedor del nacionalismo y capaz de moverse en esas aguas en las que los políticos de la capital del Estado se sienten perdidos en muchas ocasiones.

Por eso la sorpresa ha sido mayúscula cuando, prácticamente desde el primer día, Fernández Díaz se ha destapado como un gran improvisador que hace removerse en su silla al consejero vasco de Interior, Rodolfo Ares, cada vez que levanta la vista del papel en el que le escriben los discursos oficiales para echar mano de la cosecha propia. Capaz de sembrar un día la duda sobre la decisión de ETA y encender todas las alarmas, para luego desdecirse y al poco volver por sus fueros, confundió la clásica cuestación navideña de la izquierda abertzale con un reactivado impuesto revolucionario, invitó a la banda a dejar el arsenal "en una campa del País Vasco" para verificar el desarme, aseguró que la cúpula trataba de engrosar sus filas con nuevos efectivos y sorprendió a propios y extraños cuando dijo que, a estas alturas, el problema de ETA es más político que policial, avalando la teoría del conflicto y despertando la euforia en la izquierda abertzale, para echar tierra sobre sus propias afirmaciones unas pocas horas después.

Escasas jornadas después de cumplirse los cien días de margen a los que todo político recién llegado a las instituciones tiene derecho (el 22 de marzo), los hechos van constatando que la locuacidad de Fernández Díaz no tiene un soporte real ni indica nada en absoluto sobre el avance -o bloqueo- del tránsito hacia la paz. Prácticamente toda la oposición en el Congreso salvo UPyD y Amaiur, cada uno en su papel, ha avalado a Rajoy en su política antiterrorista, que no es otra que la de Rubalcaba y que así lo seguirá siendo. La partida de ajedrez entre ETA y el Gobierno se sigue jugando como hace medio año y el Ejecutivo popular, al margen de declaraciones más o menos explosivas, mantiene la vía Nanclares como su hoja de ruta invariable, al menos de momento. El arrepentimiento y el acogimiento individualizado a beneficios penitenciarios son las únicas vías para dar una solución a la cuestión de los presos.

Tres meses después de la toma de posesión, los actores políticos que pintan algo en la cuestión vasca no dan más valor a las contradictorias y llamativas declaraciones de Fernández Díaz que el del propio ruido que generan, principalmente porque él mismo acaba por enmendarse la plana cada vez que se sale del guión.

Eso sí, ruido hace. Hasta el 20-N, la consejería de Interior funcionaba como una extensión del Ministerio, y viceversa. La información salía de los despachos de Ares y Rubalcaba en dosis homeopáticas y regidas por el manual de propaganda que tanto ETA como el Estado han seguido al dedillo para desgastar a la parte contraria en esta larga pelea sociomediática que durante años ha complementado a la violencia y que ahora es el principal campo de batalla. Rubalcaba era tenido entre sus enemigos como un rival muy a tener en cuenta, supo crearse la imagen de político duro, omnipotente y omnisciente, capaz de desatar la psicosis en la propia ETA, que durante años se ha sentido agujereada por el Ministerio como un queso gruyere.

Sin embargo, desde diciembre Ares ha tenido que salir en varias ocasiones para tranquilizar a la sociedad sobre la capacidad e intenciones de ETA y decir al mismo tiempo que no ve nada alarmante en las palabras del nuevo ministro. Fuentes de la consejería restan valor a las improvisaciones de Fernández Díaz, y recuerdan que ningún responsable público cometería la gravísima irresponsabilidad de desmantelar todo el sistema de protección personal que durante años ha venido funcionando en Euskadi y en todo el Estado si hubiera la más mínima duda sobre las intenciones de la organización. Otra cosa es que algún elemento aislado pueda intentar dar al traste con el proceso y cruzar la muga con una pistola, pero esa es una variable que ni ETA ni el Estado pueden controlar al 100%.

Otra cosa es, también, que una organización que ha de mantener a medio centenar de militantes, o un centenar, o dos, o los que sean, en la clandestinidad, tenga que seguir robando coches para moverse por Francia y lleve detonadores para volarlos y borrar huellas, o que sustraiga material informático para fabricar documentos falsos y tarjetas de crédito -todo un indicio para verificar el fin de la extorsión-. En cuanto a la polémica por las detenciones de etarras que, armados, violaban las recomendaciones de los mediadores internacionales, estos casos se limitan a la operación de mediados de enero que se saldó con tres arrestos. Aquel episodio no invitaba a la tranquilidad, pero en detenciones posteriores ya no han aparecido pistolas o revólveres.

Curiosamente, la propia izquierda abertzale apela a los mismos argumentos que el Gobierno Vasco para quitar hierro a las declaraciones de un ministro que ya ha concedido terceros grados a miembros de ETA y que en lo sustancial no se ha salido del discurso que maneja el Estado desde hace ya años: reinserción sí, amnistía no. Iñaki Antigüedad, peso pesado del MLNV y voz autorizada en el Congreso lo tiene claro. "El dato objetivo más importante es que el Gobierno Vasco ha reducido al mínimo" la protección personal a posibles amenazados, señaló en febrero Antigüedad, convencido de que "esto no hubiera sido posible si realmente hubiera un ápice de duda sobre la idea de que ETA se está organizando. No tiene sentido aunque pueda interesar marear la perdiz", afirmó. Maribi Ugarteburu, portavoz de la izquierda abertzale, pedía por su parte al ministro un poco de rigor en sus afirmaciones. "Vamos a ser serios", respondió a la invitación del ministro a dejar armas y explosivos en un descampado.