CONDUCIENDO hacia la oficina me ha sorprendido la noticia de la muerte en Kenya de Wangari Maathai. He rememorado como en 2004 también nos sorprendió a todos la noticia de la concesión del Premio Nobel de la Paz a una mujer africana, cuyo nombre era desconocido para la mayoría de nosotros.

El Comité Nobel reconocía entonces su trabajo en pro del desarrollo, la paz y el medio ambiente, pero realmente lo que premiaba era novedoso: una concepción de la paz muy estrechamente ligada a la promoción de la democracia, la participación política, (especialmente de las mujeres), el desarrollo humano y el medio ambiente.

Wangari nació en 1940 en Ihithe, Kenya, una aldea sin agua ni electricidad en un régimen político colonial. Estudió en colegios de monjas y gracias a varias becas pudo formarse en universidades americanas y europeas. Tras este periodo de formación volvió a su país a trabajar en investigación aplicada. Pero pronto cayó en la cuenta de que su territorio era diferente de cómo lo recordaba de cuando era pequeña. El problema era la degradación ambiental.

Los ríos iban llenos de limos, había poca hierba, la tierra no tenía los nutrientes necesarios, las mujeres no disponían de leña para hacer fuego ni levantar cercas. No tenían pienso para el ganado, agua para beber ó cocinar ni suficiente comida para ellas o sus familias.

Ella propuso a las mujeres de las comunidades rurales que plantaran árboles. No se podían permitir limitarse a las manifestaciones del problema, había que atajarlo de raíz. Wangari se convirtió en activista, luchadora infatigable contra la corrupción política, trabajadora en pro de la igualdad, representante política. Sufrió amenazas, incomprensión, burlas, presiones y cárcel en varias ocasiones y a pesar de todo ello, nunca cejó en su lucha, dándonos ejemplo de constancia, compromiso y liderazgo.

Nos visitó en Euskadi en el 2006, como embajadora de su movimiento Green Belt, empeñada en su lucha de plantar millones de árboles a lo largo del mundo. Ayer, al despedirse del mundo en un hospital de Nairobi, quedaban más de 47 millones de árboles plantados gracias a su impulso.

Nos honró con su presencia, su amabilidad, su simpatía, su contagiosa sonrisa y su fuerza. Visitamos con ella Gernika, y nuestro árbol, y se emocionó. A ella le gustó conocer que nuestro pueblo conserva y respeta un árbol como símbolo de nuestra cultura y nuestra sociedad.

A nosotros nos gustó compartirlo con alguien tan especial. Agur Wangari, gracias por tu ejemplo.