Será una paranoia, pero siempre he pensado que quien se acercó a la Zona Cero de Nueva York tras los atentados del 11-S respiró, fundidas con las partículas de las Torres Gemelas, cenizas de los muertos. Porque aquello, por más que se empeñaran en ocultar los restos de las miles de víctimas, era un crematorio al aire libre, que seguía humeando semanas después de la tragedia. Esa polvareda, mezcla de morgue y asbesto, que tapizaba el paladar y convertía en insípidos los perritos calientes, por más que uno los rociara de mostaza y ketchup, permanece inalterable en mis recuerdos.
Como banda sonora suena la persistente tos de Germán Álvarez, un joven colombiano que trabajaba limpiando materiales tóxicos en las ruinas del World Trade Center. Ya entonces, mientras reprimía como podía los esputos, advertía de que aquel veneno volátil que flotaba en Manha-ttan podría provocar a la larga cáncer de pulmón. Me pregunto qué habrá sido de él y si, diez años después, estará vivo.
Estreno de taquicardia
Libros y películas de vídeo sin devolver, mal presagio
Alguna vez tiene que ser la primera, pero estrenarse como enviada especial cubriendo el 11-S es de taquicardia asegurada. Para la periodista y para su familia, que sufrió como si la hubieran mandado a la guerra. Y de eso, precisamente, se hablaba en los corrillos de neoyorquinos que se reunían para buscar consuelo e intercambiar opiniones en Union Square. De un inminente conflicto bélico en Afganistán, pero también de la posibilidad de sufrir en carne propia un nuevo ataque, ya fuera químico o con una bomba en el metro. Tal era el temor que aquellas semanas aumentaron las ventas de trajes y mascarillas antigas, mientras servidora, provista de una de papel, trataba de no pararse a pensar demasiado en eso.
Pese a lo dramático de los acontecimientos, una también reparó en detalles nimios, como que las postales de las Torres Gemelas habían cuadruplicado su precio. Y se enteró de curiosidades tales como que un oficinista neoyorquino viaja en ascensor la distancia entre Oñate y Zumarraga en apenas una semana. También le asombró que la comunidad china, al no saber inglés, permaneciera durante los primeros momentos desinformada, mirando con sus ojos rasgados el televisor sin entender qué es lo que pasaba.
Puestos a desempolvar pequeñeces, con la ayuda de un cuaderno conservado como una auténtica reliquia, un apunte asoma la cabeza entre la cuadrícula por su trasfondo: la cantidad de películas de vídeo y libros de la biblioteca que no se devolvieron a tiempo y quién sabe si se llegaron a entregar algún día. Detrás de cada uno podía haber una víctima. Igual que detrás de cada teléfono móvil que sonaba, sin obtener respuesta, entre los amasijos de hierro de los trenes explosionados en Madrid el 11-M. Silencios, unos y otros, que presagiaban el drama.
Un escenario de película
Mejor morir en la guerra que en un tiroteo en el Bronx
No había cámaras de cine, ni claquetas, pero el escenario, en torno a la Zona Cero, era de película. Imponentes militares, bomberos exhaustos, policías con inquietantes máscaras custodiando el recinto, coches del FBI, camiones portando vigas humeantes, un helicóptero y, como telón de fondo, parte del esqueleto de la Torre Norte rodeado de toneladas de escombro. La realidad se bastaba sola. Sobraban los efectos especiales. En el patio de butacas, cámaras fotográficas en mano, los viandantes inmortalizaban el desastre. Sin dar crédito, entre dolientes y perplejos.
Tampoco faltaban los extras, como Leo Canel, un veinteañero que se alistó voluntariamente en el ejército dos semanas después de los ataques. "No tengo ningún miedo a ir a luchar porque en el Bronx también me pueden matar en un tiroteo", explicaba a las puertas del Centro de Reclutamiento de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, ubicado en Times Square. Su ilusión era poder estudiar y abrir un restaurante. Espero que la contienda no truncara su sueño.
Este aspirante a soldado no era, ni mucho menos, el único que hacía gala de su patriotismo. Toda la ciudad estaba plagada de banderas americanas, prendidas lo mismo en la solapa de las empleadas de un hotel que ondeando sobre el casco de un operario de los equipos de rescate. Hasta la picota del Empire State, que acababa de recuperar el título de edificio más alto de Nueva York, estaba iluminada de rojo, blanco y azul.
cementerio fotográfico
Los retratos del salón, convertidos en esquelas
Camina una cabizbaja por el laberinto de la memoria y al alzar la vista en el callejón del 11-S lo ve empapelado de las fotos de los desaparecidos, acompañadas de angustiosos detalles. "Estaba en el piso 83 cuando hablamos con él por última vez", escribió desesperada la familia de Frank Serrano, que trabajaba en el piso 110 del World Trade Center. A medida que se consumían las velas, también la esperanza. Y los retratos, arrancados a toda prisa del marco del salón, se convirtieron en esquelas.
No hubo imágenes de los cadáveres, pero aquellas, captadas en vida, erizaban, más si cabe, el vello. Stepehn Joseph con su hijo en brazos, Ariel Jacobs riendo a carcajadas el día de su boda, Veronique Bowers rodeada de sus amigas... Una de ellas, Yasmeen Jacobs, encendía un cirio en su memoria, dándola ya por muerta. "Trabajaba en el restaurante Windows on the world, justo encima de donde impactó el primer avión. Hacia las nueve llamó a su madre, le dijo que estaba atrapada, que no podía respirar y que la quería. Ése fue el final".
Los Héroes y el villano
Se busca a Bin Laden vivo, pero preferiblemente muerto
"La gente está corriendo y saltando de los edificios. Usted hace lo posible por ayudarles. Es mi héroe y será recordado para siempre". Estos versos, firmados por Ryan Murray, de doce años, y pegados en el lateral de un camión de bomberos, bien podrían representar el agradecimiento y admiración de todos los neoyorquinos al personal de emergencias que falleció en las labores de rescate.
En la otra cara de la moneda, el líder de Al Qaeda se llevaba la palma en el papel de villano. "América va a patear el culo de Bin Laden, así que es mejor que se esconda", advertía un mensaje anónimo desde un mural habilitado en una plaza de Chinatown. "Espero que creas en el más allá, porque como te encontremos, desearás estar allí", le amenazaba otro.
En las salas de tiro de Estados Unidos se entrenaban disparando al retrato del terrorista y hasta en una galería de arte, en el 394 de Park Avenue South, mostraban en el escaparate su odio al entonces enemigo público número uno. No en vano exponían un ejemplar del Daily News con la frase Wanted: dead or alive impresa sobre la fotografía de Osama Bin Laden. La palabra vivo había sido tachada y la opción de muerto, marcada con un círculo rojo. No había lugar a dudas. Casi diez años ha tenido que esperar el autor del garabato para ver satisfecho su deseo.