con la desmesura habitual, los medios de comunicación madrileños se han aplicado para describir el juicio celebrado los pasados jueves y viernes en la Audiencia Nacional. "Juicio a la cúpula de Batasuna", anunciaba en titulares la web de "El País". Arnaldo Otegi, encumbrado por esos mismos medios como líder indiscutible de la izquierda abertzale, era protagonista principal, mientras la presencia de Jesús Eguiguren como testigo de la defensa aportaba el morbo adicional para la máxima expectación.

Salvando, por supuesto, las distancias y las circunstancias, el incuestionable carácter político del proceso recordaba al mítico Proceso de Burgos por la expectación, por lo disparatado de la base acusatoria, la endeblez de las pruebas y la oportunidad aprovechada por los acusados para exponer su estrategia política y, de paso, implicar al Gobierno español y al partido que lo sustenta.

Como en Burgos, la principal tarea del presidente del tribunal ha sido la de pretender interrumpir el discurso político sin conseguirlo.

Como los militares que presidieron aquel legendario consejo de guerra, el tribunal de la Audiencia Nacional, como brazo ejecutor de los intereses del Estado, tuvo miedo de escuchar y que fueran escuchadas las palabras de los acusados.

Por supuesto, el juicio a Otegi, Alvarez y Permach no ha sido ni de lejos -afortunadamente- una reproducción de aquel triste episodio, pero a nadie se le escapa que lo que en esa sala se ha juzgado era una cuestión de Estado. En Burgos era preciso evitar que pudiera escucharse la situación de "opresión del pueblo vasco", en palabras del acusado Mario Onaindia. En la Audiencia Nacional era preciso evitar que pudiera escucharse en voz del acusado Arnaldo Otegi el "rechazo a la violencia para imponer un proyecto político" y la del testigo Eguiguren reconociendo que el discurso político de Anoeta era conocido por él y por su partido.

En Capitanía General de Burgos, diciembre de 1970, y en la Audiencia Nacional, noviembre de 2010, el presidente del tribunal se cuidó mucho de silenciar las preguntas y las respuestas de carácter político. No ha sido éste, ni mucho menos, el primer juicio a Arnaldo Otegi. El dirigente abertzale es ya un veterano en el banquillo. Pero la expectación inusitada por el que quedó el viernes visto para sentencia puede explicarse por las circunstancias del momento, por ese incesante ruido que anuncia cambios en el escenario político vasco.

Y para descartar cualquier posibilidad de relación entre la causa juzgada y la realidad política, fiscal y acusación particular se curaron en salud tipificando el delito a juzgar como enaltecimiento del terrorismo.

Nadie medianamente razonable puede reconocer que los tres dirigentes de Batasuna a los que se ha sentado en el banquillo hubieran enaltecido a ETA desde el escenario de Anoeta. Lo que hicieron fue dar a conocer una propuesta para un final dialogado de la violencia, una propuesta que hubiera podido encuadrarse en el Pacto de Ajuria Enea de 1988 suscrito por todos los partidos excepto, precisamente, quienes lo suscribían en Anoeta casi veinte años después.

Una propuesta que, equivocada o no, utópica o no, constituía pura y simplemente un discurso político. Y, por la cuenta que les traía, ni Otegi, ni Permach ni Alvarez abrieron la boca para enaltecer a ETA.

Si otros lo hicieron, la justicia debiera haberse dedicado a investigar quiénes fueron para sancionarles según la ley. Pero de lo que se trata es de dar una vuelta de tuerca más a las cabezas visibles de la ilegalizada Batasuna, para escarmentarles con el peso de la ley, para hacerles constar que abandonen toda esperanza.

Lo que ha perpetrado una vez más la Audiencia Nacional ha sido un juicio de carácter político para contentar al clamor insaciable de una derecha extrema que necesita contemplar al enemigo vencido y humillado.

Ha llovido mucho desde aquella fría mañana de diciembre de 1970, pero es descorazonador comprobar que puedan seguir existiendo la utilización política de la justicia. La Audiencia Nacional, en el fondo, es tan tribunal de excepción como lo fueran el T.O.P. o los procesos sumarísimos juzgados por el Ejército. Otegi, Alvarez y Permach, en Anoeta, no se ocuparon de enaltecer el terrorismo sino de exponer una estrategia para poner fin a cuarenta años de violencia.

Lo que habrá que tenerles en cuenta es su vergonzoso silencio cuando con la cobertura del presidente español y de las Cortes se intentó llevar adelante esa estrategia y acabó con un bombazo asesino de ETA. Y ese es el coste político con el que todavía cargan.