ESTAMOS a la espera de conocer la sentencia por las torturas que presuntamente cometieron quince agentes de la Guardia Civil contra Sarasola y Portu. Le pregunté por ello el pasado jueves al delegado del Gobierno español en la CAV, Mikel Cabieces. La respuesta, no por esperada, me pareció sin embargo interesante por la argumentación que empleó. Interesante y desafortunada.

Según el representante gubernamental, este juicio demuestra la grandeza del Estado de Derecho, porque hasta dos miembros de ETA pueden sentar en el banquillo a honrados agentes que un 6 de enero estaban trabajando por nuestra seguridad. Y puestos a creer, añade Cabieces, lo lógico es creer a los guardias civiles y no a dos asesinos. Pocas veces se pueden decir tantas cosas, y tan desafortunadas, en tan poco tiempo.

Grandeza. Que el juicio se celebre no es precisamente un ejemplo de "grandeza" del Estado. Más bien, cabría concluir que si se celebra es porque hay pruebas fundadas de que, en nombre del Estado, sus representantes cometieron repugnantes actos de tortura. La grandeza, por lo tanto, sería que estos juicios no se repitieran.

¿Qué tiene que ver que sean miembros de ETA? Ellos han sido juzgados y condenados por dos asesinatos cometidos en Barajas. Lo que ahora se juzga no es su credibilidad, ni su militancia; son otros los juzgados, señor Cabieces, son agentes de la Guardia Civil y usted tiene la responsabilidad política de que las sospechas fundadas que han derivado en este juicio no tengan lugar.

No se trata de creer a unos u a otros. Los relatos de los forenses -¿dirá de ellos que también reciben instrucciones para dañar la imagen de la Guardia Civil?- son incontestables. Otra cuestión diferente es que, como sugiere Juan Ignacio Pérez Iglesias, a pesar de que las torturas queden acreditadas, sea difícil condenar a los acusados por la imposibilidad de determinar quién hizo qué.

Incomunicación. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión. Planteé al delegado del Gobierno la razón por la que los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado no aplican los protocolos que, tanto Naciones Unidas como Amnistía Internacional, recomiendan periódicamente para prevenir casos de torturas.

La respuesta, esta sí, me sorprendió. Más que nada porque yo creía que iba a decir la verdad, que es lo que en privado me confesó hace años un responsable de Interior del Gobierno vasco: que se perdía eficacia en la consecución de objetivos. Es decir, que los detenidos sólo cantan eficazmente si están aislados. No me convenció porque ese "aislado" supone de entrada "maltratado", sin derecho a abogado, y esto conduce en ocasiones a la tortura.

Me sorprendió Cabieces porque dijo que España sí cumplía los protocolos, y para vestir la aseveración, me invitó a mirar qué ocurría en países de nuestro entorno, desde la Unión Europea a Estados Unidos. Pues bien, no haré una extensa lista. Me remito a lo que afirmó Nicola Ducknow, directora del Programa para Europa y Asia Central de Amnistía Internacional, el 15 de septiembre del pasado año refiriéndose precisamente a España: "Ningún otro país de la Unión Europea conserva un régimen de detención con restricciones tan severas de los derechos de la persona detenida". Y aquí sí, porque los datos son los que son, le creo más a Amnistía Internacional que al delegado del Gobierno, que actúa de parte y además trata de confundir a la opinión pública para encubrir, o en el mejor de los casos minimizar, los casos de tortura que vengan al calor de una ley que debe ser cambiada.

Los cambios. Para que España cumpliera, como dice Cabieces que ya hace, con los estándares exigibles a los regímenes respetuosos con los derechos de los detenidos -olvídese ahora de ETA porque es el Estado español el emplazado- tiene aún un largo camino por recorrer y pasa por cumplir la Convención Internacional contra la Tortura.

Cada cuatro años, un comité nombrado por la ONU examina el grado de cumplimiento en los 146 países que han ratificado ese texto. España no sólo no ha aprobado nunca sino que su actuación ha sido reiteradamente reprobada. El principal reproche es que mantiene la incomunicación del detenido -cinco días en todos los casos y hasta trece días en sospechosos de delitos de terrorismo-. Durante ese periodo no puede hablar ni con un abogado ni con un médico de su elección.

La práctica española es que las declaraciones policiales efectuadas en esos periodos de incomunicación constituyen la base fundamental de muchos de los juicios que se ponen en marcha. Recuerden Egunkaria, por ejemplo. Y aún más, la ONU critica -y el Tribunal de Derechos Humanos de la UE acaba de condenar a España por este motivo- que en España no se investiga "con prontitud, de forma exhaustiva e imparcial" las denuncias sobre torturas. Trabajo para erradicar la tortura, ya ven, no le falta al Gobierno español.