n la búsqueda de un refugio, y sobre todo de una identidad, los seres humanos tendemos a agruparnos en todo tipo de colectivos, y eso está muy bien, porque lo que no se comparte no existe, porque proteger y sentirnos protegidos, escuchar y ser escuchados, ayudar y dejar que nos ayuden, es la única manera de vernos reflejados a nosotros mismos. ¿Se imaginan toda su vida sin mirarse a la cara en un espejo? Eso es la soledad, y las personas no estamos configuradas para soportarla. La cuestión es que el gregarismo es mucho más fuerte y atractivo si se construye sobre la diferencia con el grupo de enfrente, cuando no desde la franca oposición, y por eso la necesidad de juntarnos entre unas cuantas personas para reafirmarnos en lo que hemos elegido ser encierra en sí misma una curiosa paradoja. El grupo separa a las personas, construye muros infranqueables, los prejuicios, que hacen que dos seres humanos que, a lo mejor, aislados del resto, podrían conectar como un micro USB en un teléfono, se vean condenados a otearse desde la distancia y con el morro torcido. El fanatismo y la guerra se construyen siempre desde lo colectivo, y por eso, si queremos de verdad ser seres sociales y sociables, deberíamos ser capaces de derribar esos muros. l