ué horror! No lo habría pensado jamás, pero aquí estoy, estupefacto, contando los céntimos que encuentro en lo más recóndito de los bolsillos de pantalones y cazadoras para ver si soy capaz de cuadrar el dinero necesario para echar una caña después de trabajar. Hasta esas hemos llegado. Todo después de varios giros de guion dramáticos para las economías domésticas. Tras la hecatombe de la pandemia ha llegado la invasión de Ucrania y, con ello, el poder adquisitivo de los pobres trabajadores vuelve a bajar otro escalón en el camino hacia la inopia funcional. Dadas las circunstancias, el mero hecho de vivir significa perder dinero, con una inflación desbocada que complica hasta comprar un litro de leche o una barra de pan. ¡Y qué decir si hay que coger el coche para desplazarse!, porque pisar una gasolinera empieza a provocar dolores semejantes a los de las muelas. En fin, se conoce que hoy me he levantado con el pie izquierdo y que toca ser pesimista ante la sucesión de hitos históricos que, por lo que parece, están pautados para desvestir todo aquello que permitía a la ciudadanía vivir con cierta comodidad, dignidad y desahogo hasta la fecha. A partir de ahora, a lo peor, se trata solo de sobrevivir. Al tiempo.