n nuestro querido templo del café mañanero nunca hemos temido por el cierre del local. No por nada, sino porque estamos convencidos de que nuestro amado escanciador de café y otras sustancias piensa que al becario -o sea, a su hijo- no le da la mollera para hacer otra cosa que no sea estar detrás de una barra. Así que esta perita en dulce, y todos nosotros, somos su herencia. Además, hay fundadas sospechas de que entre estas paredes se ha movido y se mueve dinero en B, en H, en X y en Z, por lo que cerrar y dar cuentas de ello a la oficialidad podría terminar con el dueño y un par de viejillos conociendo de cerca las intimidades de los juzgados. Algún día se contará cómo durante cuatro años seguidos a uno de ellos le tocó la cesta de Navidad que se rifaba en el local, siendo la mano inocente que sacaba el numerito la del otro. Pero esa seguridad que tenemos en la continuidad de la línea de sucesión no significa que los cierres de otros bares no afecten. Los tufarras también tienen corazón. En algunos casos, nos ponemos sensibleros porque quien chapa es vecino. En estos meses con el bicho, en el barrio han bajado la persiana unos cuantos. En otros porque los locales que dicen adiós han sido importantes por unas cosas u otras y con ellos se va parte de la historia reciente de la ciudad.