l lunes fue un día triste para el baskonismo. Es cierto que el regreso de Spahija a Vitoria reencenderá la ilusión en los corazones de muchos seguidores azulgranas que habían perdido ya la esperanza, pero la destitución de un técnico nunca puede ser motivo de alegría, y mucho menos cuando el que sale por la puerta es una leyenda del club como Dusko Ivanovic. Despedir al entrenador es aceptar el fracaso de un proyecto deportivo y comenzar uno nuevo. Supone, a fin de cuentas, llevar el coche averiado a un taller diferente con el deseo de que otro mecánico sea capaz de arreglarlo. Cuando los resultados no llegan, es difícil saber qué parte de culpa corresponde al entrenador y cuál a los jugadores, pero en este caso la plantilla tiene aún mucho que demostrar en comparación con alguien cuyo nombre estará siempre grabado a fuego en la historia azulgrana. El lunes se marchó el encargado de que el Baskonia alzara su primer título en diez años -el único que han vivido los más txikis-, un técnico que ha defendido a ultranza valores del club como el esfuerzo, la lealtad, el compromiso y ese famoso carácter Baskonia, y que, por qué no decirlo, ha sido un lujo para los periodistas por su franqueza, respeto y sinceridad. Solo queda dar las gracias.