ien mirado, esto del volcán de La Palma da para una película de terror. Solo con los centenares de familias que han perdido sus casas sepultadas por el río de lava o las que han visto perecer bajo el magma sus fincas de cultivo y único sostén económico se puede articular un metraje propio de Jaume Balagueró. Tendría todos los alicientes de los seguidores de ese tipo de cine, que acostumbran a disfrutar con los sustos y los giros sorprendentes ideados para el grito fácil. Porque otra cosa no, pero el fenómeno telúrico que ya ha transformado la conocida como Isla Bonita está para llorar. Y no porque la retahíla de estrellas y estrellitas televisivas hayan hecho un esfuerzo por figurar en primera línea de colada y por rebuscar en los dramas humanos que hoy abundan en aquellos lares para lograr el rédito correspondiente en audiencias, sino porque las consecuencias de la tragedia que está provocando el Cumbre Vieja no han hecho más que asomarse a una realidad que se antoja compleja, y, si me apuran, dramática. Así es difícil no estremecerse cuando uno intenta ponerse en la piel de aquel prójimo, que contempla con mirada perdida la montaña de piroclastos que tapa lo que un día fue su residencia o su forma de ganarse el jornal. En fin, que la vida, a veces, es una indecencia.