levo ya varias noches echando un rato delante de la televisión. Me quedo obnubilado mirando la pantalla ante el poder hipnotizador que tiene el chorro de lava constante que abandona las entrañas de la Tierra para arrasar todo lo que encuentra en su camino hacia el Océano Atlántico en la isla de La Palma. Sólo son imágenes. Sin palabras, ya que no hace falta añadir más que la cruda realidad. Será por el contraste entre los colores cálidos de la colada y la oscuridad que se cierne sobre el archipiélago a esas horas, o por el morbo que provoca saber que aquello simplemente es destrucción, o por la fuerza informativa de un hecho natural que, al menos a la generación a la que pertenezco, nos pilla de nuevos en este negociado de las catástrofes volcánicas en suelo patrio. Por todo ello, me da la impresión de que, como al menda, hay a mucha gente que le pasa lo mismo y que la curiosidad y la empatía hacia los vecinos palmeños, devastados por todo lo perdido, funcionan como pegamento hacia todo aquello que llega de Cumbre Vieja y de sus alrededores, aunque sus autores se abracen obsesivamente a la telebasura y a un sensacionalismo barato que poco hace por ayudar a nada ni a nadie. Pero así somos, ¿verdad? En fin, que Dios nos pille confesados.