oco a poco, día a día, el regreso de los talibanes al poder en Afganistán va perdiendo peso en las agendas mediáticas y sus mujeres, esas en cuya defensa alzó la voz el mundo civilizado en un unánime e indignado clamor, van desapareciendo bajo sus burkas, víctimas de un apagón informativo que más pronto o más tarde será total en su país y de uno de los aforismos que con más acierto se pueden aplicar al ser humano: Ojos que no ven, corazón que no siente. Se decantan los lodos de lo ocurrido este verano y nos queda un escenario en el que la OTAN acepta que el país pase a la órbita de China, con quien al fin y al cabo Afganistán comparte un cachito de frontera. Además, los talibanes también ven la tele, y han comprendido que en las relaciones internacionales les es más útil el pragmatismo pastún que las exhibiciones de rigor coránico extremo. Así, con la pesadilla de la yihad internacional del Daesh aún fresca en la memoria de Occidente, y dado que históricamente Afganistán no molesta a nadie si nadie molesta a Afganistán, el panorama no es demasiado oscuro en general, excepto para los afganos, y sobre todo para las afganas. Y como forma parte del trato que los refugiados se queden por los alrededores y no aparezcan otra vez por aquí, pues todo el mundo contento.