o me pregunten cómo ni por qué, pero el pasado domingo acabé como espectador en la línea de meta de la última edición del Ironman, que acababa en el entorno del Buesa Arena. Fue una tarde, como poco, chocante. Me maravillé con los esfuerzos de los triatletas en un día en el que ni las moscas volaban por el calor que hacía y, al mismo tiempo, me espanté al pensar que hubo un día en el que escribe y suscribe estas líneas también hacía deporte, no con la intensidad ni el vigor de los citados, pero deporte al fin y al cabo. Me hizo pensar en lo cruel que es el paso del tiempo para el cuerpo humano, que tiende a ignorar el pasado para abrazarse a la realidad de las circunstancias presentes. El pelo se cae, la cara se acartona, los abdominales se unifican, arrechonchan y desperdigan por encima del cinto para impedir la visión directa de los zapatos propios. Bien es cierto que el que no se consuela es porque no quiere, y que ante el decaimiento físico siempre se pueden anteponer el desarrollo mental y el extra de experiencia que aportan los años. Aún y todo, añorar el pasado acostumbra a poner en perspectiva los quebraderos de cabeza diarios, importantes hoy e intrascendentes mañana ante el devenir imparable de los acontecimientos.