iempre he compartido eso de que el deporte puede ser muy saludable para el individuo y para la sociedad. Propone metas, alegrías, decepciones. Te enseña a desafiar tus límites, a ganar y a perder. Habla de compañerismo hasta en las disciplinas más individuales. De adversarios, no de enemigos. Bien entendido, es una magnífica forja. Mal entendido, también. Por eso ahora que los diferentes campeonatos arrancan motores, me parece oportuno reflexionar sobre el mensaje que trasladamos a los más canijos. Deportistas profesionales, padres... y periodistas, que tenemos buena parte de culpa. Porque el mensaje casi nunca es inocente. Por ejemplo, segundón. Odio el concepto en sí mismo. ¿No han visto la alegría que transmite un olímpico que se ha hecho con una plata? Quien minusvalora a otro por haber quedado segundo, ofende a todos menos al campeón. Y demuestra no tener ni idea del esfuerzo invertido y ni del mérito adquirido. Por eso, cuando veo el mosqueo que aún sobrevuela Bilbao por quedar dos veces subcampeones de Copa en un año -¡ojo!-, o cómo se arrancaban la medalla los subcampeones de la última Champions, me aterra el mensaje que se envía. Si la vida es una carrera de fondo, seamos deportivos. Lo contrario es solamente espejo y fuente de pulgosos, frustrados y, esos sí, perdedores.