hora que empiezan a aflojarnos las restricciones en las que hemos vivido los últimos 15 meses nos topamos de bruces con la nueva normalidad. Un extravagante eufemismo presentado como el paraíso en el que nos íbamos a desenvolver superado el coronavirus. No hay más que acercarse a una estación de servicio o recibir la última factura de electricidad para darse cuenta de lo que supone ese escenario. El precio de los carburantes está en una desbocada e interminable subida, que le sitúa ya en niveles que no se alcanzaban desde hace siete años. Y todo eso a las puertas del primer verano de la nueva normalidad, donde los desplazamientos se presumen multitudinarios de un rincón a otro de esta piel de toro para resarcirnos de lo que no pudimos disfrutar hace doce meses. También dentro de la nueva normalidad tenemos que asumir la ininteligible tarifa de la luz y sus franjas horarias donde puede resultar más económico apretar un interruptor. En febrero nos metieron por los ojos que aquella carestía venía derivada de las secuelas del voraz azote de Filomena. Ahora debe ser cuestión de Lorenzo el que nos obliga a darle una vuelta cuándo es el mejor momento para planchar, encender el horno o poner la lavadora. Qué quieren que les diga, pero yo añoro aquella vieja y barata normalidad.