levo poco tiempo recorriendo las calles de Vitoria, pero he de reconocer que me parece una ciudad amable, ideal para pasear y maravillarse con sus zonas verdes en las que entrar en contacto con la naturaleza sin alejarse demasiado del núcleo urbano; una ciudad que no parece realmente una ciudad, que guarda la esencia de esos pueblos rurales donde todo el mundo se conoce por su nombre y apellidos, donde se saludan y se preguntan qué tal les ha ido el día no por mera cortesía, sino porque realmente desean saberlo. Sin embargo, y como en todo, aún quedan cosas por hacer y por concienciar, especialmente en materia de seguridad vial. Es una ciudad donde, en prácticamente todas las calles, conviven los ciclistas, los peatones, los conductores de patinetes y los de vehículos a motor. Y no siempre es fácil no sentir miedo cuando se cruza un paso de cebra, o cuando como conductores nos enfrentamos a una rotonda o un cruce. Les confiaré un secreto. Yo también siento miedo muchas veces cuando me enfrento a este tipo de situaciones, y cada vez estoy más convencida de que está en manos de todos el aportar nuestro granito de arena para que esta ciudad siga conservando esa amabilidad con la que me recibió hace ya varios meses.