n nuestro amado templo del cortado mañanero todo el mundo es bien recibido siempre y cuando lleve algo en la cartera. Tampoco mucho, pero sí algo. Tonterías las justas con el jefe de la barraca en este sentido. No es chorrada. Por ejemplo, cuando algún viejillo aparece con nieto incrustado, la advertencia siempre es la misma: si me vas a pedir un vaso de agua para el crío, cinco céntimos por delante, que Amvisa también cobra. Diez si va con hielo. Toda vez dentro, solo hay una razón para que te echen a la calle: que, aunque te justifiques en los perniciosos efectos del mosto en el cuerpo humano, te pongas tan estúpido que ni siquiera tu única neurona esté en funcionamiento. En ese momento, te vas. Punto. Si además te da la tontería agresiva, no vuelves. Punto y final. A partir de ahí, no hay límites. De hecho, hasta hemos incorporado al grupo de habituales a los dos jóvenes que aparecieron hace tiempo pidiendo pintxos veganos en un sitio donde se desayuna, se come y se cena torreznos como si no hubiera un mañana. Por eso, ahora que alguno es esta ciudad se ha creído con derecho de ir decidiendo quién puede o no estar en un bar dependiendo de sus posicionamientos políticos, los viejillos se preguntan qué puede llevar al cerebro humano de algunos a estar de manera permanente en estado de pausa.