asados unos días y descargada la pena donde tocaba hacerlo, me siento ya con el aplomo y la presencia de ánimo suficientes como para escribir estas líneas que ni de lejos acertarán a expresar con fidelidad y justicia lo vivido, sufrido y también, por qué no decirlo, sonreído, desde el 27 de abril. Aquel fue el día que tantas veces habíamos visualizado desde hacía veinte años, ese día que no tenía que llegar necesariamente, pero que acabó presentándose en el calendario, imborrable ya, irremediable, fatal, aunque todavía hoy cargado de irrealidad de tanto que lo habíamos imaginado antes de que se nos echara encima de repente. La verdad es que no sé muy bien qué decir que no se haya dicho ya, y lo que no se ha dicho tampoco procede sacarlo del ámbito de lo más íntimo o personal, así que quizá lo suyo sea limitarse a darle las gracias a David por haber aglutinado en torno a él a tanta gente de todo pelaje, procedencia y condición que siente lo mismo que yo hoy, un vacío lleno de recuerdos y una plenitud cargada de ausencia. Eso es lo que consigue quien jamás juzga ni presupone, quien prescinde de lo accesorio para ir directo a la esencia de las personas, quien hace del trueque de confianza su medio y su modo de vida. Adiós, amigo.