uando Karlos Arguiñano coge el cuchillo y se dispone a picar -generalmente cebolla- seguramente los oídos de muchos políticos empiezan a pitar hasta casi ensordecerles. Las diatribas que en no pocas ocasiones dispara a diestra y siniestra cuando está en pleno proceso de trocear la verdura recogen a la perfección el pensar de mucha gente, descreída ya de todo lo que suene al politiqueo que en muchos casos nos gobierna y en el que la incompetencia no entiende de siglas ni colores. La semana pasada se vivió el último episodio, viralizado al instante, cuando se refirió a la incongruencia de la limitación de movilidad interna mientras que los aeropuertos están abiertos. "Estamos hasta el moño de los políticos", concluyó. Una más, porque ni era la primera carga en profundidad ni será la última. Aunque durante las más de tres décadas que lleva enseñando a cocinar desde la televisión a varias generaciones -llegará el momento de reconocérselo como se merece, digo yo- se ha caracterizado por su alegría y desparpajo -y por sus malísimos chistes-, cuando se pone serio es único. Sobre todo por esa equidistancia a la hora de sacudir mamporros a izquierda y derecha tan difícil de encontrar en unos medios tan polarizados y en los que todo se resume en conmigo o contra mí. ¡Grande Arguiñano!