l otro día me puse a reflexionar. Sí, lo sé. Parece extraño en mí. Supongo que me habré enfriado o he cogido un virus andariego, de esos que pululan libremente y que deciden posarse en el más mendrugo. En fin, que les decía que había hecho un ejercicio de introspección y he llegado a la conclusión de que es imposible vivir en este planeta si no participas en, al menos, media docena de grupos en WhatsApp. El otro día revisando mi móvil me descubrí con la categoría de participante en un sinfín de redes de este conglomerado de mensajería. La gran mayoría de ellas yacían sin vida en una suerte de cementerio virtual, inertes, esperando quizás su resurrección al albor de un nuevo acontecimiento que requiera reactivar la enmarañada zascandilería online. Sin embargo, otras rezuman vida con un soniquete casi continuo capaz de encrespar al santo Job y que da a entender que hay mucha gente con muchas cosas que comunicar. Pero no. Ni por asomo cumplen con la expectativa de la novedad. Simplemente son una especie de Gardelegi en el ciberespacio en el que se depositan decenas de desechos en forma de gifs, con el negro de WhatsApp campante en un buen número de ellos. Lo sé. Es un drama. Pero así somos.