os imágenes para la historia en Washington en apenas dos semanas: la de una turba asaltando el Capitolio, lo mismo enarbolando banderas confederadas que confortablemente instalados en el despacho de la presidenta de la Cámara de Representantes, y la del despliegue de cientos de militares acampados en el interior del Capitolio, tumbados en sus pasillos mientras congresistas y senadores los sortean. Los símbolos son importantes porque son significativos. Un asalto a la residencia de la soberanía del país alentado por un presidente saliente. Si hablaramos de otros países, no hablaríamos de asalto, hablaríamos de otra cosa. Las palabras no son gratuitas. Trump llegó a la presidencia abanderando el discurso contra el establishment y las élites de Washington. Él. Difícil aún de entender que precisamente él, con su historial, haya conseguido aglutinar ese magma social que sigue sosteniéndole. Pero donde él habla de élites, donde sus votantes escuchan élites, hay que leer instituciones. Su absoluto desprecio a la arquitectura institucional y constitucional de su país solo es comparable a la vergonzosa rendición del Partido Republicano, en el altar del interés partidista más miserable, ante un tipo que practica la política de tierra quemada, arda quien arda, aunque arda el país.