n mi casa, según se acercan las navidades, me empiezan a llamar Grinch. No sé si es por el color verde que va adquiriendo mi jeta según se acercan estas fechas tan señaladas o, simplemente, por los comentarios que me salen del alma respecto al mercantilismo, a la necedad y a la falta de escrúpulos que envuelven estos días en los que, en teoría, los buenos deseos y el amor al prójimo deberían reinar como tregua sentimental a la vorágine impersonal que impera el resto del año. En fin, como tantas, creo que esta es otra guerra perdida a la que me apunto religiosamente como reminiscencia de mi interés romántico por acabar con las melonadas que se inventa esa parte de la humanidad que vive, muy bien, de sacar los cuartos al gentío. Pero no se crean, que incluso llego a ponerme el jersey en el que abundan los bordados con personajes netamente navideños que me regaló mi suegra y contribuyo -es cierto, que a mi manera y con una desidia calculada a la perfección- a engalanar mi piso con los más variopintos elementos multicolores salidos de los lineales de esas tiendas que viven de llenar sus lineales con guirnaldas, figuritas de difícil identificación y rollizos personajes ataviados de un rojo sospechoso. Lo dicho, feliz Navidad con mis mejores deseos.