o me digan que no estábamos sobreaviso. Las autoridades e instituciones de todos los colores y de todos los tamaños se han desgañitado en los últimos meses aconsejando al personal que es mejor evitar aglomeraciones y situaciones de riesgo para tratar de minimizar los riesgos inherentes a la pandemia global. Pero, ni por esas. Creo que los humanos o, al menos, una parte sustancial de ellos, somos un poco cortos de entendederas, o duros de oído, o ambas cosas. Y me incluyo. Lo escribo porque las imágenes que se han visto este pasado puente a lo largo y ancho de la geografía han sido para asustarse. O para reflexionar. Que si en las calles céntricas no cabía un alfiler, que si los comercios han rozado los límites de su capacidad impuesta, que si las cuadrillas han cogido gusto a lo del take away, pero para consumir en tropel junto a la puerta de los establecimientos, o en los bancos públicos más cercanos, o en las barandillas que limitan algunos parques... Me temo que las restricciones cada vez son menos coercitivas y que los límites parecen impuestos solo para unos pocos, que son los paganos a los que se ha señalado desde el principio de esta situación de crisis sanitaria. A los demás, como de costumbre, que Dios nos coja confesados.