upongo que todo depende de mi grado de lucidez cuando me toca madrugar. O, simplemente, que nací patoso y que ese matiz me acompañará el resto de mis días. El caso es que escribo estas líneas con el dedo de teclear con varias capas de tiritas que, ya pasado el día, han logrado atrapar bajo su elástico pegote todo tipo de restos de la batalla laboral. Que si un poco de goma de borrar, que si los diferentes colores de los cien tipos diferentes de geles hidroalcohólicos con los que ya me he embadurnado las manos, que si lo que un día fue una mina de lápiz... Todo ello confiere a mi extremidad herida una imagen calamitosa, originada en un accidente laboral provocado por uno de los enemigos mortales de la humanidad: el filo de una lata de atún ya abierta, dispuesta e ideada para hacer el mal. Y no, no exagero ni un ápice. El envase en cuestión se ha cobrado ya demasiadas bajas como para no tomarlo en serio y como para no tomar medidas. Lo escribo desde la experiencia, y desde el convencimiento de que es necesario evaluar con atención cómo se presentan ciertos productos en los lineales de los supermercados porque, ante gente con escasez absoluta de maña, como el menda, pueden llegar a ser elementos generadores de le-sividad. Aviso a navegantes.