engo un compañero que postula que este planeta no tiene remedio y que, como un ordenador cualquiera, la única solución es reiniciarlo. Quizá, solo quizá, no ande equivocado. Es curioso cómo hemos encadenado la aldea global, postulada por el amigo McLuhan mucho antes de que inventos como el smartphone y las redes sociales estuvieran en nuestras manos, con esa modernidad líquida de Bauman sin referencias ni realidades sólidas, en permanente transformación, siempre provisional, pendiente de lo última novedad y, por ello, extenuante. Y cuando el mundo parecía más pequeño y todo era más cercano -una perspectiva quizá engañosa porque esa reducción de las distancias está físicamente intermediada por el píxel y condicionada por la economía- llegó primero la crisis de 2008 y la consecuencia tipo America first de los Trump, Boris Johnson y cía. y, luego, la pandemia del coronavirus que instauró los confinamientos y el cierre de fronteras. Y el mundo vuelve a ser enorme y todo, lejano. Ayer un terremoto sacudió la costa turca del mar Egeo. Su efecto en el mar alcanzó la isla griega de Samos. El más reciente conflicto entre Turquía y Grecia tiene que ver con la explotación de los hidrocarburos del Mediterráneo oriental. La naturaleza quizá nos recuerda que estamos más cerca de lo que pretendemos.