l premio Nobel de Física de este año ha recaído en quienes indagan en “los secretos más oscuros del universo”, han dicho en la Real Academia Sueca, y eso está bien. Roger Penrose, Reinhard Genzel y Andrea Ghez han dedicado sus carreras a estudiar los agujeros negros, de los que solo sabemos que son cosas muy densas que hacen girar otras cosas a su alrededor, y que se tragan todo lo que se les acerca demasiado. Está muy bien mirar un poco hacia el cielo, decía, porque a nada que nos hagamos cargo de la magnitud física y filosófica del campo de trabajo de la premiada y los premiados sentiremos cuan insignificantes, más que pequeños, somos los seres humanos. O no, porque aunque probablemente todavía no hemos hecho una obra de ingeniería equiparable, por ejemplo, a nuestro propio sistema respiratorio, sí somos conscientes de que estamos aquí, creamos música y literatura, hemos hecho de las funciones vitales un arte y un placer, nos reímos y lloramos, le hemos hecho una foto a un átomo de hidrógeno, hemos inventado un universo paralelo de unos y ceros y ahora luchamos a brazo partido contra un trozo de ARN. Que todas las pequeñeces y miserias que saturan las agendas políticas y mediáticas no nos hagan perder todo esto de vista.