a verdad es que cada vez apetece más quedarse en casa. Y no, no es por la pereza que da lo de adoptar todas las precauciones precisas para tratar de restar espacio al coronavirus del demonio cada vez que uno abre la puerta de su domicilio. Lo digo porque un simple vistazo a las calles de Gasteiz estos días, con la gente embozada tras varias capas de ropa extras y escondida bajo el cobijo que ofrecen cientos de paraguas desplegados, quita las ganas de salir a disfrutar de la ciudad. Este pasado fin de semana descubrí en carnes propias que por estos lares se pasa del verano sahariano al invierno polar sin etapas intermedias. Vamos, que esa etapa de progresiva adaptación a los fríos, antes conocida como otoño, ni está ni se le espera. Bien es cierto que la meteorología me ha pillado aún sin hacer el cambio de armario y que tomarse una caña en una terraza del centro en mangas de camiseta es una mieja aventurado. Pero como uno es tozudo por naturaleza, lo de luchar contra los elementos se lleva con altiva resignación y si toca apurar el trago hasta el final pese a no sentir las manos, ya amoratadas y en estado de precongelación, se apura. Eso sí, tras la osadía, no hizo falta más. Estuve a un tris de echar a correr hacia mi casa a taparme con varias mantas. Qué cruz.