asi no lo cuento. Aquí donde me ven, he estado a un tris de tener un nuevo orificio en la cabeza ajeno a cualquier competencia física o motora. Y no, no estoy exagerando. Les cuento. A la hora de acercarme a la redacción en la que paso buena parte de mi vida, me encanta alargar el camino, al menos, unos metros. Así disfruto de las cualidades que ofrece esta bendita ciudad, capital de capitales verdes. Es un placer entrar en parques como La Florida y degustar las posibilidaes visuales y olfativas que se derivadas de las diferentes especies arbóreas, cuidadas con mimo y al detalle, que cohabitan con los gasteiztarras en las calles de la ciudad. En esas estaba cuando una castaña pilonga, grande como una sandía, ha caído a dos milímetros de mi lustrosa testa. Vamos, que me he librado por el canto de una moneda de dos céntimos de euro de sufrir una conmoción de grado superlativo. Supongo que la naturaleza es sabia (y rencorosa) y que si ha decidido avisarme de manera tan violenta será porque algo malo habré hecho, quizás, no reciclar el 100% de todos los residuos que deberían acabar sus días en el contenedor marrón o que, a lo peor, he conducido mi diésel unos kilómetros más de lo debido mancillando al medio ambiente. Por si acaso, prometo cambiar.