o me negarán que ver jugar al Glorioso en un campo en el que las gradas están repletas de aficionados figurados dibujados sobre grandes lonas llama la atención. Igual ocurre con la platea del Fernando Buesa Arena, huérfano de la hinchada que acostumbra a dar color y calor a los partidos de baloncesto. Lo siento, pero si no lo escribo reviento: aquello de la nueva normalidad apesta. Así no hay quien disfrute de un partido como mandan los cánones. Porque, ya me dirán. Gritar como un energúmeno en el salón de tu casa mientras animas al equipo de tu vida y de tu corazón ataviado con el equipamiento estándar de futbolero de verdad e insultar al trencilla de turno en presencia de tu familia tiene su punto de gracia y, si me apuran, de transgresión. Pero perderte las emociones del personal cuando los babazorros estrellan un balón en el larguero o cuando el rival ha hecho trizas el sistema dispuesto por el míster no tiene precio. Eso forma parte ineludible del teatro de los sueños que es el deporte profesional. En fin, como parece que el coronavirus del demonio no va a dar una tregua para poder disfrutar con seguridad de las tardes deportivas in situ, habrá que armarse de paciencia y de imaginación y animar sotto voce para no molestar al bicho.