ecía Charles Maurice de Talleyrand, el polifacético diplomático de finales del siglo XVIII y principios del XIX, que lo que no puede ser, no puede ser; y además, es imposible. Con el paso de las décadas, su interpretación del mundo, bien resumida en una simple sucesión de palabras, no ha perdido vigencia y se antoja lema imprescindible para guiarse por un mundo que de simple cada vez tiene menos. Por ejemplo, en días como el de ayer, en el que la actualidad informativa hacía hincapié en la jornada de huelga convocada en los colegios vascos, uno se da cuenta de la imposibilidad material y, si me apuran, metafísica, de creerse a pie juntillas las versiones de las dos partes en liza. Mientras que la valoración sindical alababa el éxito de los paros y situaba el seguimiento rozando el triunfo absoluto, desde el Departamento de Educación se rebajaba esa cifra a poco menos que un rotundo fracaso. Sin llegar al grado de genialidad del citado político galo, me temo que, como imposible es la ubicuidad humana, imposible es que todo el mundo tenga razón al mismo tiempo con discurso antagónicos. En fin, supongo que la virtud reside en el término medio y que conviene no hacer caso ni a unos ni a otros para encontrar el quid de la cuestión.